martes, 6 de septiembre de 2011

La hacienda y la realidad en la obra de José María Arguedas por Alberto Escobar

I

En la narrativa de José María Arguedas (Andahuaylas 1911, Lima 1969), el tópico de la hacienda nos parece especialmente revelador. Es bien cierto que, hace ya mucho, se ha cuestionado que la literatura gane su calidad gracias a los temas que motivaba el impulso creativo, y, con esta premisa estamos en completo acuerdo. Sin embargo, tampoco es menos cierto que lo temático o el material primario de que se sirve el escritor, permiten guiarse, al lector y al estudioso, para reconocer una percepción de la realidad, un modo singular de enfocarla y representarla; de tal forma que, a la postre, sea posible desprender una visión del mundo y una actitud ideológica, que son valores distintos, pero complementarios del puramente artístico, y que tienen un relieve extra, cuando los escritores pertenecen a una sociedad multicultural. En este sentido no queda duda de que para Arguedas, en la parte más extensa de su producción narrativa, el rostro del Perú que lo atrae con mayor fuerza pertenece a la sociedad andina, con la que se reclama vinculado por su experiencia vital y una adhesión convencida.

Tanto es así que, en rigor, su visión del mundo peruano puede definirse como estructurada por rasgos culturales, sociales y, en especial mágico-religiosos, propios de las áreas rurales de la sierra centro-sureña (Valle del Mantaro, Ayacucho, Huancavelica, Apurímac, Cusco). Pero además, y vale la pena subrayarlo, nuestro escritor ligó la creación literaria con el quehacer etnológico: interés persistente en la cultura popular –llamada por otros folklore–; investigaciones sobre el cambio social; estudio comparativo de las comunidades de España y del Perú; interés en los temas de las lenguas en un contexto multilingüe y sus implicaciones en el campo educativo y en las relaciones interétnicas. Véase qué conjunto tan matizado por la pluralidad de sus aspectos, los que en sí son maneras de aproximarse a contemplar la realidad concreta, la inmediata y que estaba ante sus ojos; pero, igualmente, también la aposentada en la historia o en el recuerdo personal y en la leyenda. Pues bien, ambas son maneras o ventanas para lograr acceso a una visión más rica, que permita construir una imagen global de las sociedades que coexisten en el Perú del siglo XX.

Por eso nos inclinamos a pensar que un cotejo analítico de las fibras más tensas y durables del enfoque arguediano, ya sea como creador o estudioso o actor relevante en la vida cultural de su país entre 1935 y 1969, nos llevan a situarlo entre los que se identifican con el país profundo, para usar la bella rotulación de Basadre.

La llegada del hombre hispánico al territorio del Tahuantinsuyo indujo, desde el siglo XVI, una compleja mecánica colonial. Ello, no obstante la desestructuración del Antiguo Perú, no llegó a destruir ni cancelar del todo instituciones, tablas valorativas y lenguas; legado cultural que pervivió –aunque en condiciones duras– refugiado en el campo y, en particular, en la región de la sierra. La configuración especial de la sociedad republicana, después de la independencia política ocurrida en el primer cuarto del siglo XIX, tampoco disolvió la polaridad generada por la experiencia de la conquista y el dominio colonial, y, desde otros ángulos y por causas diversas, paulatinamente acentuó el contraste entre la ciudad y el campo, entre el ámbito urbano y los espacios campesinos, amparando un régimen siempre favorable a las ciudades y, sobre todo, a la capital. De modo que al concentrarse en la franja costanera y particularmente en Lima, tanto el poder político como el económico y el pensamiento ilustrado de los sectores directos e intelectuales, se favoreció una distorsión del proyecto nacional. Según este desenfoque, nuestro ligamen con el extranjero o el centro dominante (España, Europa o EE. UU.) es el punto normal de referencia y validación, a través del cual se define nuestra identidad como sujetos o como país. Esta es una verdad aceptada, pero sólo por un segmento social predominantemente urbano, hispanohablante, alfabeto y usufructuario de los ingresos en promedio más altos del Perú. La zona andina, por el contrario, y dejando a un lado al grupo señorial (aunque con ciertas reservas), es la región más influida por las poblaciones campesinas, por la vigencia de una cultura tradicional de raíces orales, y muestra combinaciones disímiles de los legados hispánicos y aborígenes; en suma, resalta como el sector menos occidentalizado, menos castellano–hablante y alfabeto, y con un nivel de ingresos muy por debajo de los promedios nacionales. Dichas las cosas así, en forma tan apretada y sucinta, se corre el riesgo de una terrible simplificación; pero, aun cuando la ciencia social haya postulado modelos minuciosos para representar las relaciones entre estos dos universos de manera mejor tramada de lo que a primera vista aparece como una dicotomía, no se puede desconocer que el contraste, el dualismo, si bien se apoya en una interacción compleja de la economía y el poder político, se manifiesta dramáticamente en el conflicto cultural de un país que, desde la perspectiva legal es unitario, occidental y cristiano, pero también, y a la vez, sin la menor duda, multicultural y plurilingüe (Cotler 1978; en especial los capítulos 5, 6 y 7).

Por eso Basadre proponía la existencia de un "país legal", tal como se le descubre formalmente representado en la interpretación tradicional –de ayer y de hoy–, y un "país profundo", tal como se le percibe de inmediato en el reconocimiento de los desarrollos desiguales, de la distribución del ingreso y de la praxis de los segmentos populares de la sierra y la costa, aunque esta última aseveración hoy parezca quizá demasiado enfática y restrictiva (véase Basadre 1947, 2ª ed., pp. 265-281).

Ahora bien, en el desajuste entre el Perú legal y el Perú profundo y los consecuentes enmascaramientos así generados, Arguedas optó al empezar la década de los años 30 –precisamente cuando se definía su vocación como escritor–por recursar las imágenes de lo andino y de lo indio difundidas por la literatura y la cultura oficiales, es decir urbanas o europeizadas. De este modo, Arguedas se impuso una tarea que, ya antes que él, había asumido el movimiento indigenista y, todavía antes, aunque sin los mismos alcances, algunos escritores influidos por la requisitoria de Manuel González Prada. Sólo que, como es fácil comprobar, en Arguedas más que la prédica o el pronunciamiento programático o teórico-político, fue la acción personal la que plasmó en la creación y el estudio científico. Pero, en lo fundamental, sus trabajos responden al deseo de denuncia del orden social existente, y de réplica a los estereotipos fijados sobre lo indio y lo andino; y, al proceder de esa forma, con su empeño contribuyó a revalorar una parcela –no sólo ensombrecida– de la realidad peruana, sino también, a vislumbrar proyecciones insospechadas para la consolidación de una fisonomía nacional.

Esta es la perspectiva genérica en la que situamos el pensamiento y la obra de José María Arguedas, y desde ella abordaremos el tema que nos hemos propuesto. Veamos, pues, cuáles son a nuestro juicio las configuraciones y cuál el rol o los roles que en su obra corresponden con la hacienda como institución económico-social.

II

El primer libro de Arguedas se publicó en 1935 con el título de "Agua"2 y es una colección de tres cuentos, de los cuales el primero tiene el mismo nombre. La dedicatoria que antecede al texto, dice así:

A los comuneros y lacayos de la hacienda Viseca, con quienes temblé de frío en los regadíos nocturnos y bailé en carnavales, borracho de alegría, al compás de la tinya y de la flauta.

A los comuneros de los cuatro ayllus de Puquio: K’ayau, Pichk’achuri, Chaupi y K’ollana. A los comuneros de San Juan, Ak’ola, Utek, Andamarca, Sondongo, Aucará, Chaviña y Larcay.

Nos interesa el cuento "Agua" porque presenta el problema económico-social en términos que, siendo sencillos, reflejan a la vez una cuidadosa elaboración; pero, al mismo tiempo, porque al hacerlo trasmite una atmósfera no sólo verosímil, sino intensamente vívida. En su lectura descubrimos el dominio, por un hombre, de los mecanismos de control (en absoluto, todos), con los cuales consigue subordinar y aprovechar económicamente a los indios o comuneros. Con otras palabras, en este caso la hacienda es un elemento que se opone a las comunidades de campesinos sin tierra suficiente y que, por lo mismo, se hallan obligados a trabajar para la hacienda. Los términos de relación entre ambos polos: el principal y los comuneros, o el patrón y el siervo, son los tradicionalmente fijados por el abuso, la prepotencia y el desprecio. El cuento presenta una instancia fugaz de rebeldía aislada, a propósito del retorno de un ex recluta y del efecto que, con su influjo, logró sobre el comunero repartidor del agua, el día de la distribución semanal. Al pretenderse rectificar el régimen favorable al hacendado, se desencadenan una serie de incidentes que traen a la luz la violencia metódica del patrón, la enajenación y el temor inconcebibles de muchos de los indios, el encubrimiento del dominio bajo la premisa del respeto y de la autoridad o la creencia religiosa, y, por fin, el hallazgo fortuito de una solución individual: la fuga. Ernesto, el niño que funciona como yo-narrador, después de haber herido en la cabeza al hacendado, huye ante las amenazas y la ira de éste, y la imposibilidad de contar con defensa en ese círculo completamente subordinado y controlado por el "principal".

Las líneas finales del texto aportan varios indicios valiosos. Ernesto el narrador, cuenta:

Solito, en ese morro seco, esa tarde, lloré por los comuneros, por sus chacritas quemadas con el sol, por sus animalitos hambrientos. Las lágrimas taparon mis ojos; el cielo limpio, la pampa, los cerros azulejos, temblaban; el Inti, más grande, más grande… quemaba al mundo. Me caí, y como en la iglesia, arrodillado sobre las hierbas secas, mirando al tayta Chitulla, le rogué:

– Tayta: ¡que se mueran los principales de todas partes! Y corrí después, cuesta abajo, a entroparme con los comuneros propietarios de Utek’pampa. (p. 40)

Quisiéramos subrayar, de un lado, la invocación en contra de todos los principales, que es una suerte de generalización formal o de clase; y, de otro lado, que el deslinde respecto a los comuneros de Utek’pampa descubre un sentido. Véase, al releer las dos líneas finales, que los de Utek’pampa eran comuneros propietarios; de modo que la situación diversa en cuanto al sistema de hacienda, o sea que la propiedad de la tierra, aparece vinculada a un tipo de comportamiento social y psicológico, e incluso a una percepción del paisaje natural:

Bien abajo, junto al río Viseca, Utek’pampa se tendía, como si fuera una grada en medio del cerro Santa Bárbara. Nunca la pampa de Utek’ es triste; lejos del cielo vive: aunque haya neblina negra, aunque el aguacero haga bulla sobre la tierra, Utek’pampa es alegre. (p. 39)

Hasta aquí hemos avanzado algo en nuestro primer enfoque, y lo que más nos asombra es el grado de enajenación de ciertos personajes, para quienes resulta natural y legítimo el predominio brutal del hacendado: "Yo, pues, soy endio, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas abugao vas a fregar a don Froylán" (Warma Kuyay, p. 89). Una declaración todavía más explícita figura en "La huerta", relato del conjunto Amor mundo (1966), cuando en forma incidental un personaje afirma:

– Sí. Es la más linda de estos pueblos. Su padre la tiene como encerrada en esa cárcel de indios que es hacienda. Los indios pueden irse, escapando o de puro valientes, si son valientes. (p. 181)

En 1941, José María Arguedas publicó Yawar Fiesta, con la que extendió su crédito literario como conocedor del mundo andino. François Bourricaud ha hecho un inteligente análisis sociológico del libro y ha mostrado la organización social y los valores en que se apoya la coexistencia del universo de los indios y el de los mestizos (véase también en la Recopilación de textos sobre J.M.A., 1976, pp. 209-225). Yawar Fiesta importa para nuestra indagación, en la medida en que prueba las capacidades positivas, los valores solidarios y el esfuerzo creador, orgulloso, de las autoridades indias y de los integrantes de los cuatro ayllus de Puquio. En este respecto, el rol en la novela es mucho más significante en cuanto reivindica la potencialidad de los comuneros y la contrasta con el comportamiento y el código moral de los mistis y chalos.

Pero pienso que es en Los ríos profundos en donde se ofrece con mayor transparencia el planteamiento más conspicuo de la narrativa de Arguedas, para lo que nos concierne ahora. En efecto, en las notas al calce de este libro publicado originalmente en Buenos Aires (1958) y que tenía por destinatario a un lector latinoamericano, Arguedas señala explícitamente, desde un comienzo, quiénes son los colonos: "indios que pertenecen a la hacienda" (p. 7), y quién es el pongo: "indio de hacienda que sirve gratuitamente, por turno, en la casa del amo" (p. 9). De Abancay, capital del departamento y escenario de gran parte de la novela, se dice: "Es un pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda" (p. 37). Y en otro pasaje, el narrador de la obra hace esta declaración, a propósito de un peregrino y cantor: "Era un indio como los de mi pueblo. No de hacienda. Había entrado a la chichería y había cantado";… (p. 185). En cambio los colonos de la Hacienda Patibamba ni siquiera se habían atrevido a contestarle el saludo, ni habían abierto la puerta de su casa y era evidente que se conducían bajo el imperio del terror; jamás acudían a Abancay y tenían no sólo la apariencia de seres míseros sino brutalmente disminuidos, acobardados y sometidos. No puede dejarse de subrayar en este libro el contraste, clarísimo, que se advierte entre el comportamiento de las chicheras, cholas con una dinámica y conciencia social que las enfrenta con resolución a los mistis, a los empleados del estanco de la sal, a los gendarmes, al ejército y a la policía; y, de otro lado, la postración y casi inexistencia, como grupo humano, de los colonos. La comparación es evidente, intencional y significativa. Las chicheras son en este caso un prototipo del grupo designado como cholo emergente, y como tal, posee actividad económica; hablan alternadamente en quechua y español, y merecen por sus actitudes desenvueltas, el apelativo de insolentes de parte de los señores y señoras de Abancay.

Pues bien, lo particularmente notable en Los ríos profundos es el capítulo XI, el cual lleva por título "Los colonos". Este capítulo es casi una suerte de gradación que pasa de acotaciones acerca de los militares, a los señores de la localidad, los hijos del coronel, los costeños, algunos hijos de hacendados de la zona, para concluir con la epopeya de los colonos, que es el clímax y remate del libro.

Ante la propagación de una epidemia de tifus, los colonos se alarman y con su pensamiento mágico-religioso juzgan que es necesario que muera la madre del tifus, a fin de que concluya la peste y para poder salvarse. Por consiguiente, desean que se oficie una misa en Abancay (celebrada por el mismo sacerdote, director del Colegio, que solía inculcarles resignación), de modo que todos ellos pudieran confiar en el exterminio del mal. Pero el terror de los señores y autoridades de Abancay es muy grande; pues saben que la peste ya alcanzó la otra banda del río y que los colonos son portadores de ella; por tal razón se niegan a consentir al deseo de los indios y se oponen por todos los medios a su petición. Para evitar que los colonos se trasladen a la ciudad, se corta el puente y se destaca a todos los guardias con instrucciones precisas; sin embargo, ninguna medida pudo frenar el masivo y concertado avance de los indios, quienes atraviesan el río en oroyas y ordenadamente, y en medio de cánticos y rezos penetran en la ciudad. En vista de la situación de hecho, las autoridades y notables terminan aceptando la celebración de la misa en el templo, y aunque ningún disturbio ni desborde se produce, toda la población se recluye y abandona prácticamente el pueblo al dominio de los colonos invasores. Estos escuchan el oficio religioso con profunda unción, y tal como llegaron y se desplazaron por Abancay, se retirarán después a Patibamba.

La lección de este pasaje fue entendida por César Lévano3 y confirmada varias veces por el autor, quien lamentó que las primeras críticas no descubrieran el simbolismo de su mensaje, y el rol que en él cabe al capítulo final. Pero asimismo se extrañó de que no se percibiera que, si esos seres –degradados por el régimen de hacienda hasta un nivel infrahumano– eran capaces de movilizarse y de sobreponerse a sus temores y represiones, impulsados por una causa mágico-religiosa, lógicamente se podría pensar en su capacidad para la rebelión, cuando estuvieran persuadidos y poseídos de una convicción político-social liberadora. El empeño reivindicador y la apuesta al futuro, juegan esta vez a la carta de los más débiles y maltrechos seres del mundo andino, y alcanzan en estas páginas una de las cimas del trabajo de José María Arguedas.

Quiero insistir nuevamente en que estamos siguiendo un camino indirecto, para reconocer la representación de la hacienda en la obra del célebre escritor peruano. Esto es, que vamos infiriendo la función de la hacienda como unidad administrativa y económico-social, a través de su efecto en la conducta, en el cuadro valorativo de los personajes y en las actitudes grupales de los diversos segmentos. Desde este punto de vista, Los ríos profundos me parece complementar y expandir el horizonte vislumbrado en Agua y planteado en la problemática social de Yawar Fiesta.

Diría además que Los ríos profundos me parece más relevante para la perspectiva que hemos escogido en nuestro tema, que Todas las sangres, pues en esta última se propone un amplio mural para ilustrar la descomposición del sistema de hacienda y las tendencias modernizadoras en la región andina, al compás de los intereses de las grandes empresas multinacionales. Pues bien, en Todas las sangres los hermanos Aragón de Peralta (Don Bruno y Don Fermín) y Rendón Wilka encarnan la lucha entre alternativas para el desarrollo de la futura sociedad andina; una de las cuales implica la posibilidad de liquidar el latifundio sin fomentar el rechazo a la propia cultura y la vergüenza por los valores sobre los que se asienta la tradición rural. A pesar de lo dicho, el libro apunta en una dirección que desborda la correlación que hemos venido observando y, por lo mismo, los roles de ciertos sucesos o personajes, para lo que nos concierne, tienen otra significación. Entiéndase que esto en nada supone discutir los méritos o aciertos del libro, pues no se trata de ello ahora.

La única forma de salvar esta contradicción aparente en el pensamiento literario y social de Arguedas, que de otra parte se desenvuelve con tanta coherencia interna, sería que nuestra lectura de Todas las sangres desembocara en la siguiente lección: "todo el país, en verdad, es gobernado y sufrido como una gran hacienda". Hipótesis que no es descabellada, puesto que ya vimos que la hacienda es igual a una cárcel de indios; y, de otro lado, El Sexto o la novela de la cárcel limeña, en nuestra lectura es la antípoda, el microcosmos que reproduce en el volumen del edificio carcelario la totalidad del país, y lo más puro y pervertido de su gente.

Resumiendo en pocas palabras, para nosotros no es menos importante advertir, de un lado, las diversas reacciones que marcan la conducta de los mistis, los chalos y los comuneros de Yawar Fiesta, o las diversas interpretaciones respecto de la mecánica del poder incluidas en Todas las sangres, que, de otro lado, destruir el mito de la sumisión, de la imposibilidad de rebelión del colono y de su absoluto envilecimiento. Por otra parte, este discurso es paralelo a la quiebra del estereotipo único del señor feudal andino y se conecta con el proceso demostrativo de la recíproca influencia entre los universos de indios y mistis, proceso que se ha llamado también la indigenización o indianización del opresor, y que equivale, de cualquier modo, a la superación de las dicotomías simplistas. En suma, si bien la hacienda subyace como el paradigma social y económico en el que ocurre la batalla de intereses y grupos étnicos encontrados, esta dimensión cultural última confiere su particular signo al mundo andino, y se resiste a ser reducida al exclusivo criterio de pugna clasista. Con esta convicción, creemos, pues, que el concepto de la hacienda ha jugado un rol importante en la construcción de la realidad literaria de Arguedas; que es algo así como una matriz que da paso a símbolos renovados. Y, en la medida en que históricamente se presentía la liquidación del sistema, en el nivel literario postula José María Arguedas que sólo había cambios en la dimensión física y en el nombre de la unidad de explotación, pues ésta llegaba a expandirse al nivel del país. Finalmente, la misma fría lógica que deslindaba entre hacienda y comunidad libre, o propietario y comunidad, sirve para diferenciar entre países dominantes y dependientes. Así se podrá decir que, también en este caso, hallamos la resonancia del esquema original de José María Arguedas, sólo que ahora en una dimensión más compleja.

III

Oponiéndonos a una versión hasta cierto punto alimentada por el propio autor, quien por modestia insistía en lo precario de su formación educativa universitaria, creemos que es justo resaltar la notable agudeza y ponderación de sus juicios al comentar sus propias obras y su interpretación de las culturas del país y de las sociedades andinas. Por esta razón, pensamos que conviene recordar, un par de párrafos de una conferencia dictada por Arguedas en 1968, en la Casa de las Américas de La Habana:


Ahora ¿qué es lo que piensan los indios al respecto de los señores? Se han descubierto últimamente algunos mitos, que son la expresión más cabal de lo que los indios piensan respecto de los señores.
La mayor parte de las haciendas de la zona andina del país tienen siervos, es decir, que trabajan gratuitamente para el hacendado.
En una hacienda se descubrió un mito creado por los indios, en el cual se asegura que hubo dos humanidades: una humanidad muy antigua, que fue creada por el dios Adan-eva. El dios Adan-eva creó una humanidad formada por gentes que eran muy fuertes, que hacían caminar las piedras con azotes y que construyeron grandes edificios mediante ese poder descomunal que tenían; el defecto que tenían es que eran relativamente escasos de inteligencia. El dios Adan-eva se prendó de una mujer hermosa, pero ella no aceptó los requerimientos del dios y entonces el dios la llevó por la violencia a su casa y cuando la mujer estuvo encinta la arrojó de su casa. Esta mujer era la Virgen de las Mercedes.
La Virgen de las Mercedes dio a luz un niño, que es Téete Mañuco. Téete Mañuco, cuando fue hombre, destruyó la humanidad creada por su padre, haciendo caer lluvia de fuego. Como quedaban algunos todavía vivos, él, con el hueso de una canilla acabó de matar a los últimos que quedaban de la humanidad creada por su padre y creó luego a la humanidad actual, pero dividió a la humanidad en dos gentes; los indios y los blancos. (Pero no les llamaban blancos, sino mistis, porque la división es mucho más cultural que racial). Dividió la humanidad en indios que debían trabajar para los mistis, y los mistis que tenían el privilegio de gozar del fruto del trabajo de los indios, a los cuales se les podía hacer trabajar por la fuerza y azotándolos. Pero creó al mismo tiempo el Infierno y el Cielo.
Todos van al Infierno, porque nadie está exento de pecado; luego todos van al Cielo. Pero el Cielo es exactamente igual que la tierra; la única diferencia que hay es que en el Cielo, los que fueron indios en la tierra se convierten en blancos señores y hacen trabajar a los que en este mundo los hicieron trabajar a ellos. Y así como los blancos o mistis los consideraban a ellos como una humanidad aparte, los indios también consideran a los otros como una humanidad enteramente aparte.
Hay otro mito que concibe dos grupos de haciendas, creado por indios de una comunidad libre, una comunidad en la cual los indios no fueron totalmente despojados de sus tierras. Según ellos, la humanidad fue creada por un dios que se llama Inkarrí. Inkarrí creó a los segundos dioses o sea las montañas que protegen al hombre porque de ellas brota el agua y son, al mismo tiempo, los dioses de la fecundidad. Luego de crear las montañas, creó al hombre y todo lo que sobre la tierra existe, y finalmente lanzó una barreta de oro y allí donde cayó la barreta de oro fundó la ciudad del Cuzco, que era la ciudad donde él, Inkarrí, debía vivir. Después vino el rey español y entró en guerra con Inkarrí. El rey español era mucho más astuto y tenía armas mucho más poderosas: venció a Inkarrí y le cortó la cabeza. La cabeza está enterrada en el Cuzco, pero Inkarrí no está muerto. El cuerpo del dios se está reconstruyendo hacia abajo, hacia abajo de las piernas; cuando el cuerpo del dios esté enteramente reconstruido, entonces dará un salto sobre el mundo e Inkarrí hará el juicio final. Esta división es total y hasta hace nada más que unos treinta años era absolutamente irreconciliable.4


Estamos persuadidos de que la vertiente etnográfica resulta enormemente útil para asuntos como el que tratamos. Otro texto relevante para comentar la percepción de la hacienda como matriz literaria es El sueño del pongo (1965). Este texto aprovecha y reelabora un relato tradicional que escuchó Arguedas en varias zonas del país, con ligeras variantes. En síntesis, es la historia de un pongo, de un siervo, quien por su aspecto físico era el más miserable, débil y pequeño de los indios de la hacienda; por dicho motivo, desde que ingresó al servicio del patrón, atrajo las burlas más crueles y la ofensa permanente del amo, quien lo humilla y entrega a la mofa de la servidumbre, sin cansarse de ridiculizarlo con la palabra y obligarlo a hacer muecas, imitaciones y payasadas, para exponerlo al ridículo. El infeliz sujeto era agraviado cada vez que el patrón lo veía o lo recordaba, llegando a inspirar lástima inclusive a los otros siervos.

El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir. (p.15)

Su resignación no lo salvaba de tan triste destino; tampoco su humildad.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor. –Recemos el Padrenuestro– decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila. El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía, ni ese lugar correspondía a nadie. (p.17)

Pero un día, ante el asombro del patrón y de todos los presentes a la hora del rezo, cuando la servidumbre se reunía en el corredor de la hacienda, el hombrecito de la historia abrió la boca. Se dirigió al patrón y le pidió licencia para hablar. Dijo, ante el suspenso general y el asombro del amo y de todos, que quería contar el sueño que había tenido, y así llegamos al clímax del relato.

En síntesis, contó que en su sueño habían muerto los dos, el patrón y él, el pongo. Que naturalmente habían ido sus almas al cielo, en donde ambos fueron recibidos como merecían, o sea el señor con honores, y él como siervo. Que luego San Francisco, con auxilio de un ángel hermoso, el más hermoso de todos los ángeles, y del más viejo y feo de los mismos, los habían cubierto, de miel al señor y de excremento al indio.

– Así mismo tenía que ser -afirmó el patrón-, ¡Continúa! ¿o todo concluye allí?

Luego termina el relato en esta forma:

– No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran padre S. Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: "todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora lámanse uno al otro! Despacio, por mucho tiempo. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera. (p. 21)

A estas alturas de la exposición creo haber mostrado, el modo en que la matriz de la hacienda subyace en gran parte de la producción de José María Arguedas, pero me interesa puntualizar, y todos lo habrán advertido, que en su obra ese tópico es transformado y recreado. ¿Cómo se produce ese fenómeno? A base de las luces proyectadas sobre las condiciones humanas, reformulando el viejo planteo circunscrito a la expoliación y el abuso, para luego mostrar este problema sin esquivarlo, a la vez desde un múltiple asedio a las fuentes de las creencias colectivas, de la dimensión de la cultura entendida como producción comunitaria, de la capacidad creadora de las sociedades andinas; rehusando con tenacidad los clichés literarios del indigenismo tradicional y del exotismo modernista; expandiendo su indagación al mundo de los patrones y descubriéndolos en su complejidad inexplorada; atisbando por último los canales inesperados a través de los cuales se nutre la personalidad de los campesinos de la región andina, y su confianza en la rebelión de Inkarrí, para redimir a todos aquellos que, como el pongo, no están en el lugar que les corresponde, porque ese lugar no corresponde a nadie, no debe corresponder a nadie. De este modo, el gran escritor iluminó nuestro conocimiento del Perú con insólito brillo y pasión y verdad, de lo cual estas páginas quieren ser un esbozo, en el empeño de aproximar la literatura y la ciencia social.

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