jueves, 6 de septiembre de 2012



La agonía de Rasu-Ñiti
José María Arguedas

     Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

     Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

     —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”.

     Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

     Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

     La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

     — Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
     —¡Es tu padre! —dijo la mujer.

     Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

     Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

     “Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

     — ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
     —El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

     Corrieron las dos muchachas.

     La mujer se acercó al marido.

     —Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
     —Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
     Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
     —Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

     Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

     La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

     —¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

     Ella levantó la cabeza.

     —Está —dijo—. Está tranquilo.
     —¿De qué color es?
     —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
     —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

     La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

     Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

     Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

     Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

     —¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

     Las tres lo contemplaron, quietas.

     —No —dijo la mayor.
     —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
     —¿Oye el galope del caballo del patrón?
     —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

     Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

     —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
     —¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

     Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

     Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

     Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

     El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

    “Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

     Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

     Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

     “Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

     —¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
     —Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
     —¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

     El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

     —Aletea no más. No lo veo bien, padre.
     —¿Aletea?
     —Sí, maestro.
     —Está bien. “Atok’ sayku” joven.
     — Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

     “Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

     “Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

     —¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

     Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

     —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

     Se le paralizó una pierna

     —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

     El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

     —El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

     Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

     —¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

     Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

     Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

     “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

     El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

     La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

     “Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

     “Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

     Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

     —¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
     —Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

     “Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

     A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

     “Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

     —¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

     “Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

     El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

     “Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

     Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

     —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

     Nadie se movió.

     Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

     “Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

     —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
     —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
     —Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
     —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

     “Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

     —¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
     —Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.


(1961)

viernes, 3 de agosto de 2012


Mini-ficción
Cuento super-corto

El cuento corto, conocido también como microrrelato, minificción o microficción, es la expresión máxima de la condensación literaria. Es el ejercicio de escritura donde los elementos tienen mayor densidad, es decir, es la esencia misma de la narrativa se encuentra contenida en esa brevedad.

Y a pesar de su cortedad (Un párrafo o dos líneas) logran construir atmósferas e incluso despertar sensaciones aún más fuertes que una narrativa de varias páginas.

En este tema, les invito a subir aquellas minificciones que les hayan parecido interesantes e incluso, si has escrito alguna, sería muy interesante que nos la compartieras.

Les dejó aquí la Minificción considerada hasta ahora la más breve, "El Dinosaurio" de Augusto Monterroso:

“Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.


Esta que me encanta, de Juan José Arreola:

"Cuento de horror"

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

domingo, 3 de junio de 2012


DIGLOSIA E IDENTIDAD CULTURAL EN CORDILLERA NEGRA DE OSCAR COLCHADO LUCIO
Julio César Palomino Huaynamarca

Cordillera Negra es un cuento que cumple con lo tradicional desde su estructuración, porque posee un modelo aristotélico en donde la historia  marcada por la peculiaridad de su lenguaje nos remite al análisis para hacer una re-visión de su composición discursiva. La historia se cuenta a través de su narrador- personaje nominalizado como Tomás Nolasco o también llamado el inca cautivo, quien es partícipe de uno de los más grandes movimientos de protesta campesina del Perú republicano; al lado de Pedro Pablo Atusparia y de su indómito lugarteniente Pedro Celestino Cochachín, llamado Uchcu Pedro, en la ahora Región Ancash al norte de Lima. Lo importante de la obra, para este análisis, no son las luchas de los indígenas que se sublevan en pos de abolir los impuestos abusivos, sino la forma cómo se construye el discurso dentro de un universo narrativo donde el lenguaje es el protagonista. Para empezar esbozaré la consideración, ha lugar, con respecto a la diglosia: “[Es la] transferencia de rasgos fonéticos, fonológicos y morfosintácticos del castellano al sistema lingüístico de las lenguas ancestrales, debido al contacto permanente como consecuencia de la conquista española” (Portilla, 2006)

Oscar Colchado Lucio (Perú-Ancash 1947) pertenecería a lo que Ballón Aguirre, valiéndose de la sociolingüística (Ninyoles, 1972: 121) trata de ubicar a los escritores en la dicotomía endogrupo/exogrupo, en donde; el endogrupo está compuesto, en nuestro caso, por los grupos de habla ancestral mientras que el exogrupo lo está por los grupos que manejan los dialectos castellanos. Los productores literarios cuya lengua materna es una ancestral o han nacido en un ambiente bilingüe o diglósico ¿En qué grupo buscan su estatuto* como trabajadores literarios: en su propio grupo o en el exogrupo? ¿Por medio de qué lengua y/o escritura trata de pretender ese estatuto: la de su formación socioeconómica, ideológica y discursiva original o por otra? Para el caso específico de Colchado, le  asignamos la condición de: del endogrupo en el exogrupo, para hacerlo más sencillo en este caso se encuentran los productores literarios que se identifican con el endogrupo originario y mantienen sus propias pautas culturales, pero pretenden obtener un estatuto en el exogrupo. Son, en primer lugar, los narradores de literatura oral, en la costa  y sierra quienes permaneciendo en su estatuto campesino, obrero, minero o profesoral, dan a conocer tanto al grupo originario como al exogrupo la producción literaria tradicional del endogrupo (leyendas, tradiciones, cuentos) El quechua hablante productor de literatura que decide, por ejemplo, escribir en castellano, desarrolla una competencia cultural diglósica fácilmente detectable en sus textos: la ultracorrección, la enunciación “motosa”, entre muchos otros, son efectos de este tipo de estatuto buscado.

Como muestra de lo anterior hacemos una re-visión de la diglosia literaria en el acontecimiento inicial de Cordillera Negra manifestado por el narrador-personaje que es encaminado por el autor a asumir una actitud endógena discursiva para darle un rol protagónico y preponderante al lenguaje de los campesinos ancashinos:
            “Medio tanco el Uchcu Pedro, mirando de fea manera con sus ojos saltones como de sapo, sin santiguarse ni nada, de un salto bajándose de su bestia, se acerco al anda de Taita Mayo en plena procesión cuando estábamos.” (p.13)

Para luego continuar:
            “Así diciendo cómo nomás será, sacó de debajo de su poncho un hachita cuta, todo salpicada de sangre, haciendo ademán de atreverlo.” (p. 13)

Seguidamente:
            “-¡Cayó el inca cautivo! ¡Jiar! ¡Jiar! ¡Jiar!- se huajayllaron los hombres del Uchcu, que bien montados en sus bestias, con sus carabinas a la espalda, estaban ahí al lado aguardándolo.” (p. 13)

Muy aparte de las alternancias o de esa especie de simbiosis entre el quechua y el castellano, en el inicio encontramos también peruanismos tales como:
“... ni como el Taita Atusparia que pedía respetación por las mujeres y niños del enemigo(...) nos levantamos en armas las catorce estancias que éramos primero y después las otras que nos fueron siguiendo conforme se noticiaban de las tomas de los pueblos que fuimos haciendo...” (pp.13-14)

Lejos de la exageración del lenguaje aquí no se trata de la utilización adrede para causar cierta impresión en el lector, o para “embellecer” el esquema diegético. Recordemos que el autor “corresponde” al endogrupo, no es un extraño que habla como indio, tampoco es un indio que habla como extraño; es un bilingüe que conoce muy bien su lengua ancestral y apela a ella para darle cierta credibilidad “no insertando a modo de marquetería, ciertos términos o formas de habla del pueblo “motoso” para acentuar un realismo narrativo o color local” (Ballón. Las diglosias literarias peruanas) Sino haciendo que la escritura literaria peruana sea observada como un discurso que nos hace conocer nuestra identidad social especialmente cuando sigue los lenguajes realmente hablados, no como una reproducción pintoresca sino como objetos esenciales que agotan todo el contenido de la sociedad.
            “La literatura ya no es orgullo o refugio, comienza por hacerse acto lúcido de información, como si le fuera necesario primeramente aprehender, reproduciéndolo, el detalle de la disparidad social; se da como misión la de informar inmediatamente, antes de cualquier otro mensaje, sobre la situación de los hombres enmurallados en la lengua de su clase, de su región, de su profesión, de su herencia o de su historia” (R. Barthes, 1953)

Esta perspectiva sigue acomodando la forma como el autor nos trata como si fuéramos oyentes y, a la vez, lectores de las peculiaridades que suceden en el discurso de Tomás Nolasco, o sea la voz narrativa sugiere que escuchemos una serie de sonidos implícitos:
            “Las balas reventaban en la pampa sonando como cancha que se tostara en un  tiesto”(p.15)

Nótese el símil para “balas” en razón  de “cancha que se tuesta”, el sonido no está presente en el relato, pero se anticipa, ya que todos conocemos (valga la redundancia) el sonido que hace el maíz cuando lo acercamos al fuego. Una muestra más de lo anterior en referencia a esa actitud asumida de oyente-lector es:
            “Su fuerza también nos dará [Taita Wiracocha]; ¿no oyeron anteanoche su voz colérica en el trueno? Rabiando estaba, escupiendo candela entre las nubes…”

 Otros ejemplos onomatopéyicos pero con la peculiaridad del lenguaje propio del lugar son:
            “...mientras los caballos al pie de la laguna, rup, rup, arrancaban la hierba (...) pero ya el Uchcu  y los que acompañábamos, corríamos por la pampa, hacia Tocanca, espantando los lic-lics y otros pájaros de la puna” (pp. 18-19)

Y los no menos elocuentes:
            “...Ahí fue que le pegué  el balazo. ¡Pen!, sonó el tiro (...) En la última palada que estoy, con la queresa que ¡huinnn!, zumbaba por mi lado...” (pp. 28-29)

En estas evidencias  lo diglósico no se aparta del contenido, al contrario se vale de aquello para hacerse  latente. En el nudo también se avizoran y a cantidad los relatos alternantes quechua-castellano o castellano-quechua:
            “Ahora bajaban de nuevo con sus mujeres millcao piedras en su falda y sus hijos también tocando tamborcitos  y clarines de hojas de wejlla, a darnos aliento y apoyo”. (p. 15)

En lo sucesivo a partir del nudo hasta el desenlace se colocan en retahíla una serie de expresiones características, por no decir típicas del español peruano, la de “diminutizar” ciertas palabras: tamborcitos, para el ejemplo anterior o también:
            “Más arriba, donde el río Quilcay se anchaba y las aguas venían encimita, fue que vimos una avalancha de negros y chinos...”(p. 16)

Siguiendo en:
            “Con un llanque nomás puesto, pisando llicllas, (...) crucé por un callejoncito, para cortar camino...” (p.16)


O este otro:
            “A piecito tirando de sus bestias, bien empuñados sus carabinas, varios hombres lo seguían, levantando polvo y haciendo rodar con sus pisadas piedrecitas del camino”. (p. 17)

Unos párrafos antes de llegar al desenlace ubicamos al narrador-personaje, monologando acerca de su enamoramiento y de lo difícil de su situación. La construcción del discurso se cimenta sobre el sustrato quechua en la que prima ese rasgo indiscutible, el cual nos asiste:
“Allí me enamoré de una, de nombre Marcelina, por quien perdí la cabeza queriéndomela robar esa misma noche. Te espero, le dije, con mi bestia ensillada en la lomita del cementerio. ¡Achachay! , me respondió, ¿qué pues no tienes miedo poray? Entonces volví a proponerle, que mejor a la salidita del camino a Cunca. Pero bandida la china, me había estado pulseando nomás. Capaz mi taita va molestar, me dijo, háblale a él mejor...”

Oscar Colchado no es un hablante español subordinado, repito no es un indígena iletrado, es un peruano bilingüe que ha tenido acceso a esa educación logocentrista, grafólatra de la que se ha servido para plasmar y recrear la gesta del caudillo coterráneo, haciendo hablar a sus personajes “en castellano y en indio, en español y en quechua” (Arguedas 1975) “Los escritores de nuestros pueblos andinos que en sus escritos mantienen lealtad lingüística de la zona, insertan las hablas diglósicas de los Andes (quechua y aimara en simbiosis con el castellano) produciendo una escritura “motosa”, sobre todo cuando se encuentran en circunstancias de tener que escribir en la lengua de prestigio sin haberla aprendido bien. [No es el caso de Colchado, pero es una aproximación para tratar de entender la diglosia literaria] Son producciones literarias de orden macarrónico ya que integran estructuras novelescas occidentales o, en su caso, versos que imitan las formas ideológicas de versificación europea, con palabras y modos de expresión propios de los dialectos castellanos y quechuas (peruanismos) cuya morfología y sintaxis son diglósicas, al encontrarse impedidos de manejar “diestramente” los valores literarios de la cultura occidental; así se ven precisados a producir una literatura que, según los críticos, es de “ínfima calidad” (Ballón, 1989).
            “Varios cientos de nuestros hermanos quedaron ahí bocabajados, muertos sobre las peñas. Uniformados también como moscas yacían tendidos en ese mullpo (...) El hombre se huicapeó como esas pichuchaquitas que con mi hondilla tumbaba yo entre los árboles allá en mi tierra de Sipsa (...) Así en una de esas que estoy, clarito lo veo al Uchcu que entra, itacado su poncho, sus pistolas al cinto, que me dice, Mama Killa, nuestra madre luna, llorando sangre está, masqui mírala, allauchi, pena de nosotros tendrá, sus pobres hijos...Y de veras, de su ojo blanquecino, bajaban unos como hilos de sangre, igualito como cuando lo vi a Taita Huascarán esa vez en Tocanca”. (pp. 26-27)

Esta forma “elocuente”, por así decirlo, de Colchado Lucio se contrapone a otra forma de plasmar en la obra literaria  el fenómeno diglósico, específicamente en Redoble por Rancas de Manuel Scorza en el que se presume hacer que los personajes interactuen a partir y desde un “formalismo lingüístico”
            “Aunque en una primera lectura pareciera que Scorza sacrificara la autenticidad del lenguaje indígena por que sus personajes hablan un español correcto, la sustancia novelística de Redoble por Rancas revela el afán de un escritor que considera “erróneo” empobrecer la lengua de sus personajes con un español mal hablado. De hecho, en una entrevista con Elda Peralta el mismo Scorza, como todo escritor que tarde o temprano tiene que decidir sobre el lenguaje que debe utilizar para la (re)presentación de un mundo indígena, señala: ‘los indios que están en mis libros piensan correctamente, deben hablar correctamente’” (Aldaz 42) [Problemática de la diglosia “neoindigenista” en Redoble por Rancas. Oswaldo Estrada] 

El dilema se presenta sobre todo cuando el escritor monoglósico castellano no vive ni domina la diglosia del pueblo. En estos casos la diglosia aparece impostada, como una falsa identificación; da el efecto de un objeto de estudio o de espectáculo (“muestras” folklóricas -¡exóticas!- de diglosia insertas en el texto castellano) antes que la expresión  de una referencia auténtica a las manifestaciones diglósicas de la comunidad aludida y tematizada.

Con sus giros y variantes, con sus alternancias y predominancia la diglosia literaria peruana sirve de colofón para tratar de explicar la identidad cultural de la literatura en el Perú. Asumimos una actitud discordante con la estratificación de lo literario y lo no literario, conceptos “apropiados” por la crítica literaria peruana en donde se zanja lo estético y lo no estético, de donde se excluye, por supuesto, a las gentes “no cultivadas”. En ese aristocrático club se padece a estas alturas, de una presbicia monoglósica que parece tornarse incurable: contemplan toda nuestra producción literaria multinacional, multilingüe y pluricultural a través de un catalejo monoglósico castellano, normalizador y normativizador de la actividad literaria de la sociedad peruana. Los escritores o los productores de discursos literarios que practican la escritura literaria diglósica en cualquier parte y tiempo, unen el destino de la nación, a la que pertenecen a la situación lingüística de esa nación.
En Cordillera Negra los referentes al pasado Inca, son patentes, la cosmovisión inca se percibe en el recurrir constante hacia el Inti, al  Taita Wiracocha, y de la concepción que se tiene del Yana Puma no siendo más que la expresión de divinidad,  donde el puma se transfigura en el dios tutelar del Tahuantinsuyo. En Cordillera Negra además queda implícito el anhelo mesiánico de las grandes masas de indios y campesinos desperdigados a lo largo de nuestra patria milenaria.
            “En la última palada que estoy, (...) de un de repente levanto mi cabeza y lo veo parado ahí, en la lomita de arriba, al mismo yana puma de la cueva de Ranrahirca, que con sus ojos fijos, amarillos, mirándome está, sin fiereza, contemplándome nomás. ‘Taita Wiracocha, dije arrodillándome, sintiendo harta emoción en mi cuerpo, con el Hilario Cochachín si es que vive, más los  soldados que duermen en Kachoj, y que tú los despertarás; volveremos a atrever a los blancos, chancaremos sus huesos ñutu-ñutu, y tú, padre, volverás a reinar, y harás que vivamos felices como en el tiempo de los Incas’”(p.29)

Para terminar quiero citar una vez más a este gran investigador peruano Enrique Ballón Aguirre, quien ha realizado todo un estudio acerca de la diglosia en la literatura peruana, y creo yo, resumirá en gran parte lo que pretendo manifestar en relación con la identidad cultural que se refleja en el cuento de Colchado Lucio: “Precisamente la carencia en otros países y sociedades de una manifestación lingüística estrictamente nacional, dependiente de su situación lingüístico singular, acarrea una expresión literaria mostrenca, una literatura desidentificable, que ‘no tiene casa ni hogar conocido’ como dice el diccionario. Esto es lo que percibió bien Octave Crémazie  hace más de un siglo -en 1867- para el Canadá (Mailhot. 1974: 8): ‘Lo que le falta al Canadá –escribe- es una lengua propia. Si hablásemos iroqués o hurdo nuestra literatura viviría. Desgraciadamente hablamos y escribimos de manera lamentable, es verdad, la lengua de Bossuet  y de Racine. Por más que nos expresemos bien, seremos siempre, desde el punto de vista literario una simple colonia...’”   

BIBLIOGRAFIA
·         BALLÓN Enrique (1989) Las diglosias literarias peruanas (Deslindes y Conceptos)- Diglosia Lingüo-Literaria y Educación en el Perú, Homenaje a Alberto Escobar, Enrique Ballón Aguirre/ Rodolfo Cerrón Palomino, Editores., Lima.
·         BARTHES R. (1953) Le degré zero de l’écriture, Editions du Seuil, París.
·         COLCHADO Óscar (1984) Cordillera Negra y Los Cuentos Ganadores del Premio Copé 1983, Ediciones Copé, Lima
·         ESTRADA Oswaldo Problemática de la diglosia “neoindigenista” en Redoble por Rancas. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Año XXVIII, Nº 55, Lima – Hanover, 1er Semestre del 2002, pp. 157-168
·          NINYOLES Rafael  Lluís (1972) Idioma y poder social, Madrid, Tecnos
·         PORTILLA Luisa (2006) Sobre tradición oral peruana. huesohumero.perucultural.org.pe/textos/49/497.doc.
               



           
                                                                                                                                                                
       


* Se entiende por estatuto, una concepción ideológica basada en el reconocimiento que ciertos individuos reciben dentro de algún esquema convencional de valoración, así como los criterios de prestigio que lo fundamentan.

EL TÚNEL DE ERNESTO SÁBATO Y UNA VISIÓN DESDE “EL OTRO” LADO
Julio César Palomino Huaynamarca

La narrativa sabatiana se caracteriza por mostrar aspectos, temáticas y enfoques relacionados al devenir de la conciencia humana[1]. Un ejemplo de ello es catalogar a Ernesto Sábato como un escritor dostoievskiano, en donde su universo narrativo “encierra” al lector hasta hacerlo partícipe de toda la debacle emocional de sus protagonistas, y este tema se aprecia de manera latente en  El túnel (novela en la cual nos centraremos). Aunándome a la crítica que la ha rotulado como una novela existencialista, yendo más allá de examinar los rasgos y posicionamientos frente a la mujer como figura relevante, elemento recurrente en las novelas del argentino. Queremos aplicar un análisis partiendo desde la perspectiva de “auscultar” a Juan Pablo Castel, personaje principal de la novela mencionada, cuya revisión nos conducirá a tomarnos la atribución de atravesar ese túnel voraginezco y visualizar detalles notables en el texto como por ejemplo hablar del protagonista desde la voz del “otro”.

Durante una de sus exposiciones, Juan Pablo Castel presenta un cuadro especial, “Maternidad”, cuya principal característica para el autor es una pequeña ventana a través de la cual se ve a una mujer en la playa mirando al mar, escena que sugiere “una soledad ansiosa y absoluta”. Este detalle pasa desapercibido para todo el mundo salvo para una desconocida chica. Castel no vuelve a verla, pero se obsesiona con ella y decide buscarla sin saber muy bien para qué. Cuando la encuentra, se entera de que ella también piensa continuamente en Castel y en su cuadro. A partir de aquí se inicia, de una manera un tanto torpe una relación entre ellos, más que de amor de apoyo mutuo, en especial para Castel, hasta el punto de que le es imposible prescindir de la chica. Los miedos y la inseguridad de Castel por un lado, que se ven reflejados en unos celos terribles, y los secretos de ella por otro, convierten la relación en tortuosa para ambos, desembocando en el final que conocemos desde el principio.

Asistimos a una novela muy peculiar en sus formas, mencionaba que el final, por ejemplo, lo conocemos desde el principio. Este detalle se subraya porque Sábato hace uso de la técnica del “punto de vista”. Consultado Sábato sobre la elección de este “punto de vista” confesó haber llegado a él después de una serie de intentos fallidos.   

…hasta que tuve la sensación (…) de que el proceso deliberante que llevaría al crimen tendría más eficacia si estaba descrito por el propio protagonista, haciendo sufrir al lector un poco sus propias ansiedades y dudas, arrastrándolo finalmente con la “lógica” de su propio delirio. Hasta el asesinato de la mujer.[2]

Lo que  hace  este “detalle”, por así decirlo, es presentar ante el lector la forma interior de la novela que es la utilización del ritmo diegético; pero desde una perspectiva del “narrador- protagonista”, hecho que nos conduce a observar y contar hasta tres veces la confesión de Juan Pablo Castel en los tres primeros capítulos.

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne…[3]

Esta confesión la hace desde una introspección culposa, encerrado en su mundo, incluso minimizando su condición de presidiario, nótese el desvarío existencialista.

Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) [4]

Seguro de su personalidad; despojado de ese “otro” Castel que lo ha movido a no “guardar las formas” ante la sociedad, que lo indujo a adoptar una conciencia voraz, despótica e insensible frente a lo que era aquello que lo guardaría de los peligros de su entorno; remarca justificándose.

Todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo exactamente entre nosotros y cómo fui haciéndome la idea de matarla. Trataré de revelar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia pretensión de ser perfecto.[5]

Mencionábamos la presencia de una voz a la cual denominaremos “agente antagonista”, esta voz, este agente es la “incorporación” (usando el verbo incorporar en la acepción más conveniente: dar cuerpo o representación sensorial de algo) en este caso del “otro”, deja de ser un elemento epidérmico para manifestarse y conducir al tímido, errático y abúlico Juan Pablo Castel ha desempeñar y asumir tal cual es, su relevancia en la trama del túnel, o sea un papel preponderante.

La verdad es que muchas veces había pensado y planeado minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo haber dicho que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un probable encuentro y la forma de aprovecharlo. (…) conozco muchos hombres que no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer desconocida. Confieso que en un tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego o precisamente por no haberlo sido, en dos o tres oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer en esos pocos casos en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a nuestra vida. Desagraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer. [6]

Esta actitud se verá trastocada y dejada de lado para dar lugar al  “otro” Castel, al “agente antagonista”. Un Juan Pablo Castel que ante la tentativa de su “aproximación” a ese ser luminario que representa María Iribarne, no hará otra cosa que volcar toda su esperanza y su afán aprehensivo “deformando” ese proceder hacia el amor y este a su vez en muerte. Notorias son las secuencias de incertidumbre ante una postura compleja, aquella donde el protagonista se conduele a modo de una extensa introspección recordatoria y se cuestiona el porqué de esa disposición ajena, de ese subjetivismo autodestructivo. Que se hace notorio después de la frase: “engañando a un ciego”.

Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María ( y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva), ya era irremediablemente tarde…[7]  

Notar la presencia de “alguien” en el discurso nos remite no sólo a percibir e indagar la patética postura de Castel con respecto a la vida, sino a buscar formas de representación en la que el ser humano se siente incapacitado para sobrellevar su destino. Ver la novela como un oscuro pasadizo existencial para su protagonista e inferir nuestras vidas proyectarse cual pasaje a través de una prolongada gruta en ese túnel donde a intervalos, los momentos más sublimes iluminan efímeramente la tiniebla; no es sino la imagen alegórica de la obra. Nuestro afán es trasponer esa senda y ver cuáles son los elementos escondidos en la trayectoria. Uno de ellos es la dualidad del protagonista con su antagonista (predominancia de otredad). Para Castel su contraparte no es María, ni Allende, ni Hunter; por el contrario Juan Pablo mismo, pero él mismo, rastreramente como su propio verdugo, él mismo inevitablemente conviviendo con ese “otro” que se apodera de su voluntad, que habla oníricamente[8], como elemento conducente para su irracionalidad, que después se despliega para apropiarse de María. Entonces surge el problema: la apropiación de María y emerge entonces el problema del conocimiento del “otro” en este caso Castel “enajenado” de esa otra voz, busca incesantemente apropiarse de aquella muchacha que se ha introducido a su “túnel” a través de la “ventanita”.

…Fue el día de la inauguración. Una muchacha desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero: no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela.[9]  

Esta reflexión sirve como asidero para volver  en el capítulo VI, frente a María confesándose.

…He pensado en usted varios meses. Hoy la encontré por la calle y la seguí. Tengo algo importante que preguntarle, algo referente a la ventanita, ¿comprende?[10]

Pero María también contribuye a cimentar esta convergencia.

- A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme (…) Y cuando huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca…[11]

Hay un elemento en la obra que es la inminente conjunción, basado en la temática de Martin Babel, quien señala a la figura femenina como elemento que personifica a la mujer, al arte y al amor (vínculo irracional) junto a su lado oponente la figura masculina representando al hombre, a la ciencia y al materialismo (vínculo racional). Este trinomio de salvación, para referirnos al primero, representa una imagen de aprehensión por parte de Juan Pablo Castel. Recordemos que progresivamente el protagonista se ha despojado de su actitud contemplativa y pesimista para asumir un rol más agresivo e irracional (por influencia del trinomio mencionado líneas arriba). Todo lo que realiza, lo medita sigilosamente y en la obra no deja de manifestarse insistentemente esa “otra voz” que interfiere en el discurso, para apoderarse de María; no de su sensualidad, ni de su juventud sino de lo que representa; para esto cito a Nietzsche, como “solaz del guerrero” al extremo de “intimidarla”: …”terminé diciéndole a gritos que me mataría”. Aunque a María esta situación no le incomode en lo más absoluto.

De lo anterior nos situamos en la necesidad de plantear la idea de posesión y de pertenencia.

…Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía.[12]

Desde luego esta condición nos remite a la idea de dependencia, que es una constante, apreciable desde su primer encuentro.

…prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho…[13]

Al no comprender “el otro”, en este caso María Iribarne, la angustiosa necesidad de complementariedad, comunión adoptada por Juan Pablo Castel, desde diferentes voces, manifestaciones y arrebatos que emite, se produce la interferencia racionalista que conlleva a la decisión de plantear la erradicación de todo lo vivido, a liquidar a ese “otro” que ha iluminado brevemente pero esquiva el “túnel” de Castel.

Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.[14]

Castel no acepta la inseguridad que supone el misterio del conocimiento del “otro” al darse cuenta que María es inasible desborda toda su desesperanza.

¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y no pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable (…) qué era de ella en esos intervalos anónimos, que extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla la deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía.[15]

Notamos una especie de desdoblamiento de la temática fundamental en el texto, ya el “otro”, incorporisado entreteje el discurso para ultimar de alguna forma la actuación esencial que le corresponde. Este “otro” se manifiesta a través de los elementos oníricos presentes en la obra.

Tuve un sueño: visitaba de noche una vieja casa solitaria. Era una casa en cierto modo conocida e infinitamente ansiada por mí desde la infancia, de manera que al entrar en ella me guiaban algunos recuerdos (…) Cuando desperté, comprendí que la casa del sueño era María.[16]  

Esta visión, llamémosla así, tiene congruencia con una aproximación freudiana, nótese claramente la alusión al complejo edípico: “una vieja casa solitaria”, enunciación femínea patente; haciendo la traspolación con su pintura “Maternidad” desde donde se percibe: “una mujer que mira al mar en soledad”; luego, volviendo a lo onírico: “una casa en cierto modo conocida e infinitamente ansiada por mí desde la infancia”, para concluir corporizando la visión: “la casa del sueño era María”.

La ventanita es una figura significativa con que prácticamente se inicia la obra, perdura en el relato y a la vez se hace presente en el final. Esto denota que efectivamente la ventanita es el subterfugio por el cual primigeniamente Castel “sosegado” alumbrará el porvenir de su vida biplánica, bipolar en el cual convergen héroe y villano; el “yo” y el “otro”.

A través de la ventanita de mi calabozo vi como nacía un nuevo día, con el cielo ya sin nubes (…) Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo[17]






Bibliografía:
  • Sábato Ernesto. El túnel. Industria Gráfica Bibliotex, S. L. Barcelona 2000
  • …………………. El escritor y sus fantasmas. Edit. Lozada. Buenos Aires 1963
  • Jorge Lozano, Cristina Peña- Marín, Gonzalo Abril. Análisis del discurso. Hacia una semiótica de la interacción textual. Segunda edición. Madrid 1998



[1] Léase novela psicológica.
[2] El escritor y sus fantasmas. Ernesto Sábato (1963)
[3] El túnel. Capítulo I
[4] Ídem. Capítulo II
[5] Ídem. Capítulo III
[6] Ídem. Capítulo IV
[7] Ídem. Capítulo XX
[8] Ídem. Capítulos XIV y XXII
[9] Ídem. Capítulo III
[10] Ídem. Capítulo VI
[11] Ídem. Capítulo XXVII
[12] Ídem. Capítulo XIII
[13] Ídem. Capítulo IX
[14] Ídem. Capítulo XXXVIII
[15] Ídem. Capítulo XXXVI
[16] Ídem. Capítulo XIV
[17] Ídem. Capítulo XXXVIII