lunes, 27 de febrero de 2012

The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore (2011)

The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore, de William Hoyce y Brandon Oldenburg, ha conseguido el premio Óscar al mejor corto de animación en la 84ª edición de los Premios Óscar de la Academia de Cine de Hollywood.

domingo, 19 de febrero de 2012

ANIVERSARIOS DE LA "NOHISTORIA" Por: Noam Chomsky Lingüista

George Orwell acuñó el útil término de ‘nogente’ para criaturas a quienes se les negaba la condición de personas porque no se ceñían a la doctrina estatal. Nosotros podríamos añadir el término ‘nohistoria’ para referirnos al destino de las ‘nogente’, eliminadas de la historia por causas similares.

La ‘nohistoria’ de la ‘nogente’ se ilumina por la suerte que corren los aniversarios. Los importantes son usualmente conmemorados, con la debida solemnidad, cuando corresponde: Pearl Harbor, por ejemplo. Algunos no lo son y podemos aprender mucho acerca de nosotros al extraerlos de la ‘nohistoria’.

En estos días estamos dejando de conmemorar un suceso que tiene un gran significado: el aniversario 50 de la decisión tomada por el presidente Kennedy de lanzar una invasión directa sobre Vietnam del Sur, lo que pronto se convertiría en el crimen más extremo de agresión desde la Segunda Guerra Mundial.

Kennedy ordenó a la Fuerza Aérea de EE.UU. que bombardeara Vietnam del Sur (para febrero de 1962 se habían realizado cientos de misiones aéreas); la guerra química autorizada para destruir los cultivos de alimento y así someter a la población rebelde; y poner en vigor programas que, en última instancia, obligaron a millones de aldeanos a refugiarse en viviendas improvisadas en la periferia urbana y en campos de concentración virtuales, llamados “aldeas estratégicas’’. Allí, los aldeanos serían “protegidos’’ de las guerrillas nativas a las que, como bien sabía la administración estadounidense, apoyaban voluntariamente.

Los esfuerzos oficiales para justificar los ataques fueron mínimos y, en su mayor parte, mera fantasía.

Fue típico el apasionado discurso del presidente a la Asociación Americana de Editores de Periódicos el 27 de abril de 1961, cuando advirtió que “estamos enfrentando en todo el mundo una conspiración monolítica e implacable que depende principalmente de medios encubiertos para expandir su esfera de influencia’’. En las Naciones Unidas, el 25 de setiembre de 1961, Kennedy afirmó que si esa conspiración lograba alcanzar sus fines en Laos y Vietnam “las puertas quedarán abiertas de par en par’’. Los efectos a corto plazo de esto fueron reportados por Bernard Fall, respetado especialista e historiador de Indochina; no un pacifista, pero sí uno de quienes se preocupaban por la suerte de los pueblos de esos atormentados países.

A principios de 1965 calculó que aproximadamente 66.000 sudvietnamitas habían sido abatidos entre 1957 y 1961; y otros 89.000 entre 1961 y abril de 1965, en su mayoría víctimas del régimen cliente de Estados Unidos o “del aplastante peso de las fuerzas armadas estadounidenses, el napalm, los bombarderos a reacción y, finalmente, gases que causan vómitos’’.

Las decisiones se mantuvieron en la oscuridad, como lo fueron las consecuencias que aún persisten. Para mencionar tan solo un caso: “Tierra quemada’’, por Fred Wilcox, el primer estudio profundo del impacto terrible y aún en proceso de la guerra química sobre los vietnamitas, se publicó hace unos meses –y seguramente se unirá a otros materiales de la ‘nohistoria’. El núcleo de la historia es lo que ocurrió. El núcleo de la ‘nohistoria’ es “desaparecer’’ lo que ocurrió.

Para 1967, la oposición a los crímenes en Vietnam del Sur había adquirido una escala sustancial. Cientos de miles de tropas estadounidenses asolaban Vietnam del Sur, y las áreas con mayor población eran sometidas a intensos bombardeos. La invasión se había extendido al resto de Indochina.

Las consecuencias se habían tornado tan horrendas que Bernard Fall pronosticó que “Vietnam, como entidad cultural e histórica [...] se ve amenazada con la extinción [...] (a medida) [...] que la campiña literalmente muere bajo los impactos de la mayor máquina de guerra que se haya lanzado contra un área de este tamaño”.
Cuando la guerra terminó, ocho devastadores años después, la opinión general estaba dividida entre los que la llamaban “una causa noble’’ que pudo haberse ganado de haber habido mayor dedicación; y, en el extremo opuesto, los críticos, para quienes fue “un error’’ que resultó demasiado costoso.

Aún estaba por ocurrir el bombardeo de la remota sociedad campesina del norte de Laos, que fue de tal magnitud que las víctimas siguieron viviendo durante años en cuevas para tratar de sobrevivir; y poco después el bombardeo de la rural Camboya, que superó el nivel de todo el bombardeo de los aliados en el teatro de guerra del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1970, el asesor nacional de Seguridad Henry Kissinger había ordenado “una campaña de bombardeo masivo en Camboya. Cualquier cosa que vuele o cualquier cosa que se mueva’’, un llamado para un genocidio de un tipo que rara vez se encuentra en los registros archivados.
Las de Laos y Camboya fueron “guerras secretas’’ en cuanto a que el reportaje de ellas fue escaso y los hechos son muy poco conocidos por el público en general o incluso por élites educadas, que, sin embargo, recitan de memoria todos los crímenes reales o imaginarios de enemigos oficiales.

Otro capítulo en los abundantes anales de la ‘nohistoria’.

Dentro de tres años podremos –o quizá no– conmemorar otro suceso de gran relevancia contemporánea: el aniversario 900 de la Carta Magna.

Este documento es el cimiento de lo que la historiadora Margaret E. McGuiness, refiriéndose a los juicios de Nuremberg, proclama como una “forma particularmente estadounidense de legalismo: castigo solo para aquellos que se pueda demostrar que son culpables mediante un juicio justo con una miríada de protecciones de procedimiento’’.

Esta Gran Carta declara que “ningún hombre libre’’ será privado de sus derechos “excepto por juicio legal de sus pares y por la ley de la tierra’’. Estos principios fueron posteriormente ampliados para su aplicación a todos los hombres en general. Cruzaron el Atlántico e ingresaron a la Constitución de Estados Unidos y a la Carta de Derechos, que declararon que ninguna “persona’’ puede ser privada de sus derechos sin un proceso debido y u juicio rápido.

Por supuesto, los fundadores no tenían la intención de que “persona’’ se aplicara a todas las personas. Los nativos americanos no eran personas. Ni lo eran los esclavos. Las mujeres apenas calificaban como personas. Mantengámonos, no obstante, apegados a la noción núcleo de la presunción de inocencia, que ha sido arrojada al olvido de la ‘nohistoria’.

Un paso adicional en cuanto a socavar los principios de la Carta Magna se dio cuando el presidente Obama firmó la Ley Nacional de Autorización de Defensa, que codifica la práctica de Bush y Obama de detención indefinida sin juicio bajo custodia militar.

Tal trato es ahora obligatorio en el caso de aquellos acusados de ayudar a las fuerzas enemigas durante la “guerra contra el terrorismo’’ u opcional si los acusados son ciudadanos estadounidenses.

Su alcance es ilustrado por el primer caso de Guantánamo que llegó a los tribunales bajo el presidente Obama: el de Omar Khadr, ex soldado niño acusado del terrible crimen de tratar de defender a su aldea afgana cuando era atacada por fuerzas de Estados Unidos. Capturado a los 15 años de edad, Khadr fue encarcelado durante ocho años en Bagram y Guantánamo, y luego llevado ante una corte militar en octubre de 2010, donde se le dio a elegir entre declararse no culpable y permanecer para siempre en Guantánamo, o declararse culpable y cumplir solo ocho años más de condena. Khadr eligió esto último.

Muchos otros ejemplos iluminan el concepto de ‘terrorista’. Uno es Nelson Mandela, solo eliminado de la lista de terroristas en el 2008. Otro fue Saddam Hussein. En 1982, Iraq fue eliminado de la lista de estados que apoyan a los terroristas para que la administración Reagan pudiera proporcionar ayuda a Hussein después de que Iraq invadió Irán.

La acusación es caprichosa, sin revisión o recurso para invalidarla, y usualmente refleja objetivos de política; en el caso de Mandela para justificar el apoyo del presidente Reagan a los crímenes del estado de apartheid cometidos para defenderse de uno de “los más notorios grupos terroristas” del mundo’’: el Congreso Nacional Africano de Mandela.

Todo esto mejor consignado a la ‘nohistoria’.

The New York Times Syndicate. Exclusivo para El Comercio.

RACISMO Y SOCIEDAD EN EL PERÚ DEL SIGLO XXI

La semana culminada el viernes 17 de febrero del 2012 en el Perú estuvo plagada de informaciones diversas; pero la nota que acaparó el interés de un sector de la prensa, fue el espectáculo bochornoso protagonizado por un grupo de adolescentes limeños, involucrados en un incidente un tanto confuso en el interior de una sala de cine. El hecho hubiera pasado desapercibido si no fuera por dos razones: 1) Los adolescentes en mención agredieron verbal, en un primer momento, y fisicamente después, a una señora; luego desataron toda su verborrea racista contra el esposo de la dama, que al percatarse de la agresión acudió a salvaguardar la integridad de su conyuge. 2) El que desató toda su animadversión, hacia lo que él considera una raza inferior, es el hijo del músico español Miki González, residente muchos años en el Perú, muy querido por su apego y admiración de la cultura musical de nuestros pueblos.


Este suceso no hace más que descubrir, una vez más, esa escara que carcome a un determinado sector hipócrita de la sociedad limeña. Una sociedad en donde la marginación, la exclusión y el racismo no cesa, una sociedad en la que aquellos que se consideran superiores por el color de su piel o aquellos que se creen diferentes por el nivel económico alcanzado, no permiten la construcción de una Nación heterogénea, respetuosa de su diversidad, de sus costumbres y de su tradición. Paradójicamente el año 2012 en el Perú lleva por nombre “Año de la Integración Nacional y el Reconocimiento de Nuestra Diversidad”.


Rocío Silva Santisteban en su Kolumna Okupa del Dominical de La República. Aborda el tema a partir del racismo que se puede observar en las redes sociales, especificamente en el Facebook. Esta actitud desarrollada tambien por adolescentes de los colegios exclusivos de Lima no es más que una prolongación de lo que se ve o escucha a diario en la ciudad. Muy tajante en su posición Silva Santisteban titula su artículo de manera inapelable: estúpidos.


ESTÚPIDOS
por Rocío Silva Santisteban
http://www.larepublica.pe/columnistas/kolumna-okupa/estupidos-19-02-2012

Mi padre me decía siempre que hay personas que nacieron genuinamente estúpidas, pero que otras llegan a serlo tras un largo y difícil proceso de aprendizaje. Acá un ejemplo. Unos jóvenes de un colegio caro de Lima cuelgan en el Facebook una foto de uno de ellos, en una calle oscura, con una joven de minifalda negra, besándose. El comentario de la foto lo dice todo: “X haciendo de las suyas en su pueblo con su chola”. Las reacciones son aún peores que el comentario racista de la leyenda: “cómo me gustaría verte muerto ahorita”, “qué asco”, “das asco, no puedo creerlo, fácil es mi empleada”, “sucio”, “no sé si sentir pena por la chola o por ti, causa”, “tú sí que no discriminas w…”. Incluso la hermana del aludido opina: “te he dicho que pares de pescarte a cholas!!! En serioo!”.

Los jóvenes son jóvenes, pero estos, que estudian en un colegio de 1.500 soles la mensualidad, deberían de llevar, por lo menos, algún curso en el cual sus profesores bien remunerados les enseñen mínimamente a pensar y a reflexionar sobre la estupidez humana. Esa sería una manera de fortalecer el pensamiento crítico y así podrían entender que considerarse ellos mismos superiores por su fenotipo, su belleza o la marca de su reloj es puramente estupidez dura. Otra foto muestra a uno de estos jóvenes junto a una vendedora de caramelos de algún centro comercial de la zona más cara de Lima.

Ella ríe con su sonrisa desdentada, y él, acollerado, se muestra con una capucha pegándosele al cuerpo, como solidario. Falso: solo era para tomarse la foto y pegarla en su Facebook para recibir comentarios como “qué lindos”. Eso ya no es estupidez originaria, es crueldad. Es una sofisticada crueldad aprendida en casa, calle y colegio con mucha sutileza, a partir del supuesto que el joven y bello de ojos verdes, por nacer de esa manera y en alguna maternidad cara de Lima, se percibe como “mejor”, “superior”, “de otro rango”. El clasismo cuando se mezcla con el racismo es un arma letal y vitaminas para crecer más y más estúpido.

Pero hay otro punto: ellos aplican lo que, en algunas investigaciones, he denominado la “basurización simbólica” del otro, es decir, conferir a un ser humano el estatus de desecho. Por eso todas las interjecciones de asco o de repugnancia: ese amigo que ha besado a una “chola” está siendo signado con un estigma, y rechazado por su abyección, pues precisamente lo que pretende el grupo es rechazar esa conducta para fortalecerse como “no cholos”. Me pregunto: ¿es posible que alguno de estos jóvenes conozca que discriminar es un delito? Deberían, si es que, como insisto, pagan una educación de élite.

Sin embargo, no hay interés ni de padres ni maestros en instruir a sus hijos y alumnos en lo que los franceses denominan “pensamiento crítico”. Así podrían ser más justos en lugar de unos ensoberbecidos estúpidos. Más bien aprenden a ser racistas en varios idiomas o con precisión matemática. Lamentablemente luego estos jóvenes se convierten en la DBA y gerencian alguna de las empresas de sus padres. O, peor aún, en ministros de un presidente cholo.

lunes, 13 de febrero de 2012

DICKENS A LOS 200

El 7 de febrero de 1812 nació el escritor inglés Charles Dickens. El mundo celebra su vida e innovadora y amplia obra rindiéndole un justo homenaje por su bicentenario. Este artículo publicado en el diario El Comercio busca de alguna manera revalorar la figura de este escritor, representante del realismo europeo; específicamente del realismo inglés. Enrique Sánchez Hernani explora los origenes del escritor haciendo un repaso por sus primeros años de vida, años plagados de la más absoluta miseria, hasta el momento preciso en que comienza a publicar. Es en todo sentido, una merecida y justa honra.

http://elcomercio.pe/impresa/notas/dickens-200/20120212/1373088

Dickens a los 200
Por: Enrique Sánchez Hernani

Pese a que conoció todas las penalidades que un niño pudo soportar en medio del Londres victoriano de principios del siglo XIX, Charles Dickens conoció muy pronto la fama como escritor. Ni bien acabó de cumplir los 12 años de edad, su madre, Elizabeth Barrow, lo envió a trabajar a una fábrica de betún en jornadas de diez horas diarias.

El salario era miserable: 6 o 7 chelines a la semana, menos de cuarenta dólares en la actualidad. Charles pegaba las etiquetas en los frascos de “shoes polish”. Con ese dinero, tenía que ayudar a mantener a su familia, que su padre, John Dickens, había arruinado debido a su propensión al despilfarro.

En el colmo de males, al no haber podido amortizar una deuda, este había sido enviado a la cárcel. La familia, menos Charles, tuvo que mudarse a la prisión de Marshalsea, cosa que las leyes de entonces permitían. Dickens no recibió ninguna educación hasta los 9 años.

Después acudió a una escuela en Rome Lane, Londres, y tomó cursos con un graduado de Oxford. Fue básicamente un autodidacta.

Apretado por la pobreza, se hizo pasante de un bufete de procuradores y después taquígrafo judicial.

HACIA LA RIQUEZA

Pronto, con 22 años, se empleó como periodista político en el “Morning Chronicle”. Dos años después, empezó a publicar una novela por entregas, lo que lo conduciría a la riqueza y la fama.

Su primer libro, “Los papeles póstumos del Club Pickwick”, tuvo una buena demanda. Desde entonces se dedicó a escribir relatos en los que incorporó parte de su terrible biografía.

Para 1850, cuando publica “David Copperfield”, logra vender más de cien mil ejemplares, situación asombrosa para la época.

Entonces, ya se había casado con Catherine Thompson, a quien no quería según sus biógrafos, pero con quien tuvo diez hijos.

Gracias a las ventas de sus libros y a sus lecturas públicas, pudo mudarse a grandes casas, como una ubicada en Higham, Kent, con la cual había fabulado durante su pobreza de niño.

Dickens se separó de su esposa y se involucró con Ellen Ternan, una actriz. Antes, se comentaba, había estado involucrado con la hermana de su esposa, Georgina, quien vivía con la familia para ayudar con los niños. Después quiso revivir un amor con Maria Beadnell, una antigua enamorada, ya casada, pero no lo logró. El escritor, tras sobrevivir a un grave accidente ferroviario, murió el 9 de junio de 1870, víctima de una apoplejía.

ESTILO CONMOVEDOR

Admirador de las novelas de romance gótico escritas en el siglo XVII, Dickens es, sobre todo, un gran creador de personajes. Se cree que en total logró inventar unos dos mil.

La mayoría de sus novelas se publicaron por entregas mensuales o semanales, en diarios como el “Master Humphrey’s Clock” o el “Household Words”. Posteriormente, se reimprimieron como libros.

El escritor recibió pingües ganancias, menos por los publicados en los Estados Unidos, donde los derechos de autor solo amparaban a los escritores estadounidenses.

Se ha dicho que Dickens era un experto en mantener la intriga en sus novelas, que tenían que concluir misteriosamente en cada entrega. Incluso solía auscultar a su público para modificar el giro de sus argumentos.

Se ha señalado también que sus obras denuncian la pobreza de las clases bajas en el Londres del siglo XIX.

No dudó, para ello, en incluir su biografía, como en “David Copperfield”, en la que esto es más evidente.

Sus personajes han sobrevivido porque estaban altamente idealizados y tenían siempre un toque sentimental. Incluso algunos de ellos resultan irreales, como Oliver Twist, que es inverosímilmente bueno.

O la pequeña Nell, de “La vieja tienda de antigüedades”, de la que Chesterton dijo: “No es la muerte de la pequeña Nell, sino la vida de la pequeña lo que objeto”, cuya larga escena de su muerte mantuvo en vilo a sus lectores en la época.

De las obras de Dickens se han hecho al menos 180 películas y muchas adaptaciones para la televisión. Incluso, en 1913, se hizo una película muda de “Los papeles póstumos del Club Pickwick”. “Cuento de Navidad” es la obra más filmada de Dickens.

domingo, 12 de febrero de 2012

LA CASA DE MOLIERE

Mario Vargas Llosa, rememora su instancia feliz en París y de alguna forma hace una reminiscencia de lo que significó conocer, a través de sus obras, a Moliere. Nuestro nobel escritor en este artículo pone de manifiesto la gran admiración que continúa teniendo el dramaturgo francés del siglo XVII; más aún en pleno siglo XXI, donde el desarrollo de la ciencia y la tecnología a secuestrado a nuestros niños y jóvenes de los espectáculos culturales. Menuda tarea de los maestros concientes que inculcan a sus alumnos la revalorización del teatro; sobre todo en un país como el nuestro donde la cultura, el arte, la música y el teatro, verdaderamente son un apostolado.


LA CASA DE MOLIERE por Mario Vargas Llosa http://www.larepublica.pe/columnistas/piedra-de-toque/la-casa-de-moliere-12-02-2012

A fines de los años cincuenta, cuando vine a vivir a París, aunque uno fuera paupérrimo podía darse el lujo supremo de un buen teatro, por lo menos una vez por semana. La Comédie Française tenía las matinés escolares, no recuerdo si los martes o los jueves, y esas tardes representaba las obras clásicas de su repertorio. Las funciones se llenaban de chiquillos con sus profesores, y las entradas sobrantes se vendían al público muy baratas, al extremo de que las del ‘gallinero’ –desde donde se veía sólo las cabezas de los actores– costaban apenas cien francos (pocos centavos de un euro de hoy). Las puestas en escena solían ser tradicionales y convencionales, pero era un gran placer escuchar el cadencioso francés de Corneille, Racine y Molière (sobre todo el de este último), y, también, muy divertido, en los entreactos, escuchar los comentarios y discusiones de los estudiantes sobre las obras que estaban viendo.

Desde entonces me acostumbré a venir regularmente a la Comédie Française y lo he seguido haciendo a lo largo de más de medio siglo, en todos mis viajes a París: Francia ha cambiado mucho en todo este tiempo, pero no en la perfecta dicción y entonación de estos comediantes que convierten en conciertos las representaciones de sus clásicos.

Vine también ahora y me encontré con que la Gran Sala Richelieu estaba cerrada por trabajos en la cúpula que tomarán todavía más de un año. Para reemplazarla se ha construido en el patio del Palais Royal un auditorio provisional muy apropiadamente llamado el Théâtre Éphémère. El local es precario, el frío siberiano de estos días parisinos se cuela por los techos y rendijas y los acomodadores (nunca había visto algo semejante) nos reparten a los ateridos y heroicos espectadores unas gruesas mantas para protegernos del resfrío y la pulmonía. Pero todos esos inconvenientes se esfuman cuando se corre el telón, comienza el espectáculo y el genio y la lengua de Molière se adueñan de la noche.

Se representa Le Malade imaginaire, la última obra que escribió Jean-Baptiste Poquelin, que haría famoso el nombre de pluma de Molière, y en la que estaba actuando él mismo la infausta tarde del 17 de febrero de 1673, en el papel de Argan, el enfermo imaginario, víctima de lo que los fisiólogos de la época llamaban deliciosamente “la melancolía hipocondríaca”. Era la cuarta función y el teatro llamado entonces del Palais Royal estaba repleto de nobles y burgueses. A media representación el autoritario y delirante Argan tuvo un acceso de tos interminable que, sin duda, los presentes creyeron parte de la ficción teatral. Pero no, era una tos real, cruda, dura e inesperada. La función debió suspenderse y el actor, llevado de urgencia a su casa vecina con una vena reventada por la violencia del acceso, fallecería unas cuatro horas después. Había cumplido cincuenta y un años y, como no tuvo tiempo de confesarse, los comediantes de la compañía formada y dirigida por él, junto con su viuda, debieron pedir una dispensa especial al arzobispo de París para que recibiera una sepultura cristiana.

Buena parte de esos 51 años de existencia se los pasó Molière viviendo no en la realidad cotidiana sino en la fantasía y haciendo viajar a sus contemporáneos –campesinos, artesanos, clérigos, burócratas, comerciantes, nobles– al sueño y la ilusión. Las milimétricas investigaciones sobre su vida de ejércitos de filólogos y biógrafos a lo largo de cuatro siglos arrojan casi exclusivamente las idas y venidas del actor J.B. Poquelin a lo largo de los años por todas las provincias de Francia, actuando en plazas públicas, patios, atrios, palacios, ferias, jardines, carpas, y, luego de su instalación en París, escribiendo, dirigiendo y encarnando a los personajes de obras suyas y ajenas de manera incesante. Y, cuando no lo hacía, contrayendo o pagando deudas de los teatros que alquilaba, compraba o vendía, de tal modo que, se puede decir, la vida de Molière consistió casi exclusivamente –además de casarse con una hija de su amante y producir de paso unos vástagos que solían morirse a poco de nacer– en vivir y difundir unas ficciones que eran unos espejos risueños y deformantes, y, a veces, luciferinamente críticos de la sociedad y las creencias y costumbres de su tiempo.

Llegó a ser muy famoso y considerado por unos y otros el más grande comediante de la época, insuperable en el dominio de la farsa y el humor, pero, detrás de la risa, la gracia y el ingenio que a todos seducían, sus obras provocaron a veces violentas reacciones de las autoridades civiles y eclesiásticas –el Tartufo fue prohibido por ambas en varias ocasiones– y el propio Luis XIV, que lo admiraba e invitó a su compañía a actuar en Versalles y en los palacios de París y alrededores ante la corte, y fue a menudo a aplaudirlo al teatro del Palais Royal, se vio obligado también en dos ocasiones a censurar las mismas obras que en privado había celebrado.

El enfermo imaginario no tiene la complejidad sociológica y moral del Tartufo, ni la chispeante sutileza de El avaro, ni la fuerza dramática de Don Juan, pero entre el melodrama rocambolesco y la leve intriga amorosa hay una astuta meditación sobre la enfermedad y la muerte y la manera como ambas socavan la vida de las gentes.

Cuando escribió la obra, estaba de moda –él había contribuido a fomentarla– incorporar a las comedias números musicales y de danza –el propio Rey y los príncipes acostumbraban a acompañar a los bailarines en las coreografías– y la estructura original de El enfermo imaginario es la de una opereta, con coros y bailes que se entrelazan constantemente con la peripecia anecdótica. Pero en este excelente montaje del fallecido Claude Stratz, esas infiltraciones de música y ballet se han reducido, con buen criterio, a su mínima expresión.

Paso dos horas y media magníficas y, casi tanto como lo que ocurre en el escenario, me fascina el espectáculo que ofrecen los espectadores: su atención sostenida, sus carcajadas y sonrisas, el estado de trance de los niños a los que sus padres han traído consigo abrigados como osos, las ráfagas de aplausos que provocan ciertas réplicas. Una vez más compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo y sus comedias tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su pluma de ganso en papel pergamino. El público las reconoce, se reconoce en sus situaciones, caricaturas y exageraciones, goza con sus gracias y con la vitalidad y belleza de su lengua.

Viene ocurriendo aquí hace más de cuatro siglos y ésa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo que quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que una pequeña colectividad, elevada espiritual, intelectual y emocionalmente por una vivencia común que anula momentáneamente todo lo que hay en ella de encono, miseria y violencia y exalta lo que alberga de generosidad, amplitud de visión y sentimiento, se trasciende a sí misma. Entre estas vivencias que hacen progresar de veras a la especie, ocupa un papel preponderante aquello a lo que Molière dedicó su vida entera: la ficción. Es decir, la creación imaginaria de mundos donde podemos refugiarnos cuando aquel en el que estamos sumidos nos resulta insoportable, mundos en los que transitoriamente somos mejores de lo que en verdad somos, mundos que son el mundo real y a la vez mundos soberanos y distintos, con sus leyes, sus ritmos, sus valores, su música, sus ideas, sostenidos por una conjunción milagrosa de la fantasía y la palabra.

Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario, a salir de los quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas cotidianas y a transformar las amarguras y los rencores en alegría, esperanza, contento, a descubrir la solidaridad y la importancia de los rituales y las formas que desanimalizan al ser humano y lo vuelven menos carnicero. La historia, más que una lucha de religiones o de clases, ha opuesto siempre esos pequeños espacios de civilización a la barbarie circundante, en todas las culturas y las épocas y a todos los niveles de la escala social. Uno de esos pequeños espacios que nos defienden y nos salvan de ser arrollados del todo por la estupidez y la crueldad oceánicas que nos rodean es éste que creó Molière en el corazón de París y no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecérselo como es debido.

París, febrero de 2012