LETRASPUNTOPE
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viernes, 28 de febrero de 2014
EL ESNOBISMO DE LA DBAC EN EL PERÚ
Por: Julio César Palomino Huaynamarca
Todos nos hemos indignado con el baguazo,
allá por el año 2009 en el que 33 vidas (entre policías y aborígenes) fueron el
justiprecio de una protesta indígena, que cuestionaba la presencia de empresas
extractivas en sus terrenos que para ellos eran, son y serán sus vidas;
protesta que evidenció la ineficacia y nulidad del gobierno aprista en las
directrices para solucionar los conflictos sociales. Como si las vidas de estos
hermanos no valieran nada, ningún “adalid” de la democracia alzó su voz de
protesta.
He mencionado el caso anterior porque, desgraciadamente
es significativo y de alguna forma desnuda las pretensiones electoreras de Alan
García Pérez y su mimesis demagógica y populista, convertido de acuerdo a la
coyuntura en vigilante, cual comisario patético, del capitalismo en América
Latina. A su vez y orquestando convenientemente todo lo que pueda decir el
búfalo mayor: la prensa y sus referentes más mediáticos, aquellos portadores de
la “información veraz y objetiva”, peones de la modernísima y evolucionada
Derecha Bruta Achorada y Corrupta (DBAC).
Conflictos sociales, abuso de autoridad,
injusticia, inseguridad y otros males, abundan en el Perú; más de un centenar
de ellos los heredó Ollanta Humala de la gestión aprista, como para acudir ante
un llamado que busque la solución pacífica y más si es de alguna forma una
iniciativa mediática. Acaso alguien ha olvidado las protestas en Cajamarca,
específicamente lo suscitado a raíz del Proyecto Conga, una vez más, a
algún “referente defensor de los
derechos fundamentales” le importó que muchos campesinos se quedaran sin sus
tierras, del grave atropello al medio ambiente que se originaría si la minería
irresponsable se hubiera establecido en
esa zona de nuestro Perú. Felizmente fueron las grandes masas del pueblo unido los
que hicieron retroceder las ambiciones del capitalismo en nuestra sierra norte.
Para los “defensores de la justicia” acaso
les interesó lo ocurrido en el distrito de Choropampa, provincia de Chota, en
Cajamarca; donde casi toda la población ha quedado estigmatizada
irreversiblemente por muchas generaciones, debido al manejo irresponsable de
sustancias tóxicas para la vida humana como el mercurio, por parte de la Minera
Yanacocha. ¿Una vez más la clase política que exige y defiende la DEMOCRACIA,
sus militantes y/o simpatizantes organizaron una protesta, marcha o reclamo
masivo exigiendo JUSTICIA para este pueblo de nuestro Perú? Como si fueran
extraños a nosotros, esta gente “bien”
siempre ha mirado de reojo al vecino, al trabajador, a la trabajadora
del hogar, con una inquina “justificada” en su educación privilegiada,
discriminadora y racista. ¿Dónde estaban pues, aquellos “líderes de opinión”,
que ahora se exacerban pidiendo apoyo para un país que no es el suyo? Que ve
allende y no miran lo que pasa en la puerta de su casa, víctimas de su propia
miopía se creen con derechos porque en estos tiempos “eso” está de moda ser
tendencia en el twitter y las redes sociales, verse “bizarros” en Instagram
porque es snob.
No me quiero ir muy lejos pero yo les
pregunto a aquellos “paradigmas” de la vida, de la igualdad, de la libertad, de
la justicia, de la paz ¿Dónde estuvieron cuando la derecha más ruin, más
corrupta y más salvaje en la historia del Perú: el fujimorato, esterilizó
forzadamente a más de dos mil mujeres campesinas y humildes? ¿Qué “caudillo” de
los principios que regentan una vida digna, protestó ante estos sucesos? ¿Quién
dijo algo ahora que un fiscal ha exculpado al reo Fujimori de la acusación por
las esterilizaciones forzadas? ¿Qué “líder de opinión” veraz, objetivo,
certero, culturoso o sabelón; lacayo de la derecha voraz promueve una cerrada
defensa de los derechos de todos los peruanos? ¿Qué portaestandarte de la
JUSTICIA patrocina una acción noble para este pueblo sojuzgado por el más vil
sentimiento de los seres humanos que es la indiferencia?
Es que para la derecha peruana y su grey
nunca ha estado de “moda” la defensa del proletariado, del trabajador, del
campesino, del peruano o lo que es peor la vida misma. Ahora ante los sucesos
en la hermana Venezuela, alzan la voz y el puño para condolernos de la
“desgracia” llanera, para conmovernos con la “tragedia” de la derecha
venezolana; porque no es el pueblo quien protesta en el norte sino los “hijitos
de papá”, “los princesos” que dizque reclaman una patria democrática, como si
ellos (los de la derecha de aquí y acullá) fueran la panacea para el hambre y
la pobreza de América Latina.
miércoles, 25 de septiembre de 2013
JAVIER HERAUD PÉREZ: EL POETA GUERRILLERO
Por Julio César Palomino Huaynamarca
Javier Heraud nació en Lima en 1942 y murió en Puerto Maldonado el 15
de mayo de 1963 acribillado. Su muerte fue una verdadera inmolación, producto
de sus elevados ideales, pero también un crimen que nunca fue sancionado. Para
muchos el sacrificio del joven poeta miraflorino fue una tragedia y más, al
saberse de su procedencia, de su apellido, de su entorno familiar. Él era
alumno de la Universidad Católica y antes había egresado del prestigioso
colegio anglo-peruano Markham. Para muchos peruanos y peruanas aquel deceso se
justificaba porque el sistema capitalista primero, lo estigmatizó como un
comunista snob; luego lo siguió condenando a extremos de minimizar su
producción literaria. Pero felizmente la juventud consciente y sensata de
aquellos convulsionados años sesenta logró rescatarlo del marasmo al que se
pretendía perpetuarlo, muchos jóvenes que compartieron similitudes estéticas,
no desmayaron en esfuerzos por preservar su legado; pero lamentablemente y para
pesar de muchos camaradas, todo el ímpetu del novel vate que plasmaba en su
poesía se fue aletargando y desconociéndose, sobre todo aquellos poemas que
hablan de libertad, de justicia social, de empuñar el fusil, de revolución se
fue despintando para darle paso a la exaltación de la estética poética, de “El
río”, de “Poesía a dos voces” o “De mi casa muerta”. Sin duda aquello es
imprescindible si queremos hablar de Javier Heraud; pero dónde quedó el
guerrillero, dónde quedó el hombre que quiso ser consecuente con lo que
pregonaba, dónde quedó su pensamiento político. ¿Acaso como se pretendió en
algún momento, Heraud sufre una metamorfosis ideológica a partir de su llegada
a la Cuba revolucionaria? Este pequeño artículo pretende aproximarnos a la
figura de un combatiente que no temía morir, en busca de sus ideales, entre
pájaros y árboles.
LA LÍRICA DEL SESENTA
Si queremos hacer un análisis del pensamiento político de Javier
Heraud debemos explorar el contexto en el cual se desarrolla su poesía y para
eso debemos aproximarnos a la denominada
generación del sesenta. Los poetas del 60 se desarrollaron en
un ambiente de efervescencia social, influenciados por la Revolución Cubana, la
intervención norteamericana en Vietnam y el desarrollo de los medios de
comunicación. En el ámbito nacional, el Perú venía de sufrir el ochenio de
Odría, caracterizado por la represión y las persecuciones políticas. Además que
el nuevo gobierno de Belaúnde Terry generó grandes expectativas.
Estos poetas
abandonaron la tradición poética francesa y española y optaron por la poética
inglesa y norteamericana. Rechazaron el academicismo y el elitismo poético y
desarrollaron una poesía espontánea y conversacional, sin descuidar el rigor académico
y formal. La poesía se convierte en una experiencia vivencial, en un testimonio
de vida en el que el poeta expresa su mundo interior en relación con la
realidad cotidiana.
POETA
REVOLUCIONARIO
Una de las
utopías mayores de los sesenta es, sin duda, la de la transformación radical de
la sociedad a través de la lucha guerrillera. La revolución cubana, en 1959,
impactó en los jóvenes de todo el continente, dando pie a la expectativa de que
la revolución era no solo posible sino inminente. Para Javier ese hecho
marcaría definitivamente su perfil en la historia de la literatura peruana. Haciendo
un parangón con otro mártir de la lucha social y libertaria en el Perú, se
me aviva el ceso y recuerdo al poeta
arequipeño Mariano Melgar, un hombre convencido de que la única solución para
emanciparnos de la vil España era la lucha y el sacrificio, y su inmolación
está latente en la historia de nuestra patria.
Para los
detractores de Javier Heraud, su postura política estaba acompañada de ese
espíritu rebelde que suele encendernos los ánimos en la adolescencia, y no hay
nada más cierto que esa falacia justificadora, sólo que en el poeta aquel
espíritu rebelde lo llevó a cuestionar la postura del poeta puro y admirar la
lírica social. A partir de la desestimación de aquella dicotomía entre “poesía
pura” y “poesía social” es que sus versos se hacen “subversivos” y admirables,
por eso es que muchos especialistas en materia literaria asumen que a pesar de
su juventud en Heraud se halla un poeta maduro y bien cimentado mucho antes de
viajar a Cuba.
En julio de
1962, al iniciar su condición de militante del Ejército de Liberación Nacional
del Perú, porque
estuvo convencido, en esa circunstancia, que luchar con las armas era una
manera directa de asumir su compromiso con la vida, Heraud adopta
el pseudónimo de Rodrigo Machado y desde entonces su poesía; rica en imágenes nostálgicas,
de monólogo dramático, de retórica simple, conversacional y apologética muta a
una mucho más comprometida con la revolución y la lucha social. Una muestra de eso son los
siguientes versos tomados de la parte I de “Explicación”: “Un día
conocí Cuba. / Conocí su relámpago de furor, / vi sus plazas llenas / de gentes
y fusiles / […] Y recordé mi triste patria, / mi pueblo amordazado, / sus tristes
niños, sus calles / despobladas de alegría. / Todos recordamos lo mismo. /
Triste Perú, dijimos, aún es tiempo / de recuperar la primavera / de sembrar de
nuevo los campos, / de barrer a los miserables “patriotas / explotadores”. / Se
acabarán, dijimos, las fiestas / palaciegas para los menos / y las mesas sin
comida / y con hambre” [Poesías
completas. 2ª. ed. Lima: Campodónico, 1973; 233-234].
El
sistema capitalista se ha encargado de borrar de la memoria del Perú aquellos
versos de Javier Heraud que le cantan a la libertad, a la justicia social, a
una patria sin pobres. Les han hecho creer a nuestro pueblo que el sacrificio
en pro de la libertad y la justicia es sinónimo de estulticia y tozudez. El
sistema ha borrado al mártir y nos ha mostrado al poeta que bajo las
influencias de Manrique, Eliot y Machado le canta al río, a las estaciones,
etc. El sistema repito, ha instruido la importancia de Heraud pero sólo desde
la cuestión estética, para ellos Javier Heraud fue el poeta adelantado a su
época, el virtuoso, el gran depositario de los maestros de la lírica modernista
española. Pero qué lejos están estas argucias de la prédica del poeta revolucionario
al decir que la composición poética debía estar
cerca del pueblo para hacerlo consciente de su rol transformador de la sociedad : “Que
la poesía, lejos de ser una aislada y solitaria creación del artista, ‘es un
testimonio de la grandeza y la miseria de los hombres, una voz que denuncia el
horror y clama la solidaridad y la justicia; y la felicidad, algo inalcanzable
fuera de un destino común que debe ser conquistado’” [Cecilia
Heraud Pérez. Vida y muerte de Javier Heraud: recuerdos, testimonios y
documentos. Lima: Mosca Azul, 1989; 100.]
Quedará en las generaciones próximas el fuego latente de sus
versos y el vigor de su voz inquisidora, menudo trabajo para los hombres, sobre
todo para los maestros comprometidos en forjar una nueva patria, que esa voz y
esos versos pervivan en cada uno de los hijos y los jóvenes que asuman también
el rol importante que la historia les ha designado: el de ser los grandes
transformadores de la sociedad.
domingo, 15 de septiembre de 2013
LA SEGURIDAD CIUDADANA Y LA EDUCACIÓN
Por Julio César Palomino Huaynamarca
El
crecimiento de la violencia en el Perú es alarmante, a diario en la información
abundan actos delincuenciales, a los cuales el inefable sistema judicial, en
más de una ocasión ha tenido una actuación deprimente, lamentable y sobre todo
“sospechosa” (harto conocidos son los casos de corrupción en el sistema
judicial). El detalle radica en que el grado de violencia en el país va en
aumento inexorable. Por obvias razones no es descabellado vaticinar que no
estamos muy lejos de equiparar el triste record de violencia e inseguridad que
se vive en México. Estar inmerso en el crimen organizado, sin quererlo; tal vez
en la calle, en un restaurante, en una sala de cine o lo que es peor en la
puerta de nuestras viviendas ya no es solamente una casualidad; se está
convirtiendo en una terrible y fatal casualidad. Quien nos puede garantizar a
los ciudadanos que estaremos a salvo en una ciudad que se ha convertido en un
territorio salvaje, donde conviven anónimamente: sicarios, delincuentes y
extorsionadores.
En su
política de prevención y lucha frente a la inseguridad ciudadana, el Presidente
del Consejo de Ministros Juan Jiménez anuncia pomposamente la construcción de
“megacárceles”; por su parte el Ministro del Interior Wilfredo Pedraza, muy
orondo advierte que el Presidente Humala ha autorizado la compra de 2 mil
nuevos patrulleros inteligentes para todo el país. Como si esto podría frenar
los altos índices de criminalidad en el Perú. El gobierno cree que desde la
perspectiva represiva la delincuencia iniciará el declive en las estadísticas,
no se toma en cuenta el aspecto preventivo en la lucha contra la inseguridad y,
es que la ecuación es sencilla, si partimos del
punto de tratar el problema desde el meollo, desde la raíz; veremos que
uno de los términos de esa enorme ecuación que representa un grave problema
para el país es la EDUCACIÓN.
El señor
Humala “se infla el pecho” para decir que en su gobierno se está invirtiendo
como nunca en Educación, el señor Humala cree que de la forma como lo anuncia la
educación en el país comenzará a repuntar la excelencia académica, y así
solucionar la grave crisis en el sector. Sobre todo si en el Perú se continúa
destinando el 3% del PBI a educación (uno de los más bajos en la región). Pero
volvamos al inicio de este artículo: el problema de la seguridad ciudadana,
aquello no ha comenzado ayer, ni el año pasado; es un problema que se inicia
desde que se hace evidente el grave problema de la educación entre los peruanos,
hace más de treinta años. Para nadie es un secreto que el caldo de cultivo del
crimen organizado son las pandillas y la delincuencia menor emergentes a partir
de las graves carencias de un amplio porcentaje de resentidos sociales los
cuales, ven en la “actividad delictiva”, si es que se le puede llamar así, como
la única vía de supervivencia; ni que decir de los amplios sectores de nuestra
serranía en donde el Estado no tiene representación. Todo eso es producto del
centralismo, de la indiferencia para tratar por igual a todos los peruanos, a
la falta de programas que reviertan el analfabetismo en el país, a la
inactividad frente a la deserción escolar por ene razones. Cada gobierno,
repito en los últimos treinta años, para no desentonar con el sistema
capitalista represor, ese sistema que le conviene por encima de todo seguir
contando con el cholo bruto que con su mano de obra barata hace mover los
engranajes de su industria, ha ido degradando la educación al extremo más
catastrófico (sino revisemos lo que hizo el APRA en su primer gobierno con el
magisterio), la repercusión de ese grave
descalabro en educación la estamos viviendo ahora. Los gobiernos
democráticos en devaneos con la política neoliberal en los últimos años han
continuado destinándole el más ínfimo lugar en la agenda política al sector
educación.
El Perú a
nivel de Latinoamérica ocupa el último lugar en presupuesto para educación y
como si esto no fuera poco, para nadie es un secreto del lamentable ranking que
ostentamos en la Prueba PISA a nivel mundial; últimos en comprensión lectora,
últimos en matemática, últimos en ciencias. Los países desarrollados tienen la
plena conciencia que parte de su desarrollo se debe a la educación, la única
alternativa que poseen esos países para afrontar el futuro es la educación. En
el Perú no le conviene a los grandes grupos de poder revertir la situación
educativa porque luego a quienes explotarían. Las políticas de seguridad
ciudadana tienen dos aristas: el aspecto preventivo y el aspecto represivo; lo
primero consiste, en eliminar los problemas que faciliten o conduzcan a una
persona a delinquir. Esto supone generar mayores oportunidades de EDUCACIÓN,
capacitación y empleo entre la población, así como el fortalecimiento de
VALORES y un MAYOR RESPETO A LA LEY; lo segundo, tiene que ver con el uso de la
fuerza para detener el delito o para controlar potenciales hechos de violencia.
En el Perú se trabaja más la represión como si eso fuera la única solución al
problema y ha dejado por razones
expuestas en este artículo la importancia que tiene la educación en el ser
humano.
La lucha
contra la inseguridad ciudadana debe enfocarse desde la reforma de la educación
para que esta construya una sociedad respetuosa de su función como ente de
civilización. La lucha contra la delincuencia no se va a detener porque se
construyan “megacarceles” (desde esta se continuarían perpetrando los
secuestros, ajustes de cuentas y extorsiones) ni tampoco adquiriendo más
patrulleros inteligentes. La lucha ha de plasmarse a largo plazo con una
reforma educativa, con mayor presupuesto para educación y esa transformación
educativa no se ha de plasmar construyendo más aulas, evaluando cada año a los
docentes, desprestigiando a los maestros con leyes que atentan contra sus
derechos constitucionales, la única solución es elevar ese porcentaje que
destina el estado peruano de 3% del PBI para el sector, si queremos salir de la
grave crisis en la cual nos encontramos esa debe ser una medida primordial en
la agenda de gobernantes consecuentes y leales al clamor popular.
Chosica 19
de agosto del 2013.
jueves, 6 de septiembre de 2012
La agonía de Rasu-Ñiti
José María Arguedas
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.
Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”.
Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.
— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.
Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.
“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.
— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas.
La mujer se acercó al marido.
—Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.
Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.
Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.
Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.
Las tres lo contemplaron, quietas.
—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.
Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.
El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.
Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.
“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.
—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.
“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.
“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.
—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.
Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.
—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.
Se le paralizó una pierna
—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.
—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.
Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.
“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.
El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?
La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.
“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.
Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.
—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.
“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.
A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.
“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.
—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.
“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.
El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.
“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!
Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.
“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.
—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.
Nadie se movió.
Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.
“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.
—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!
“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”.
Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.
— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.
Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.
“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.
— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas.
La mujer se acercó al marido.
—Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.
Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.
Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.
Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.
Las tres lo contemplaron, quietas.
—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.
Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.
El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.
Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.
“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.
—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.
“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.
“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.
—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.
Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.
—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.
Se le paralizó una pierna
—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.
—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.
Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.
“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.
El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?
La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.
“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.
Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.
—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.
“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.
A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.
“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.
—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.
“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.
El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.
“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!
Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.
“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.
—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.
Nadie se movió.
Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.
“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.
—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!
“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
(1961)
viernes, 31 de agosto de 2012
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